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domingo, 27 de diciembre de 2009

El viento feroz

Buenas noches amigos/as, lectores. Pasó la navidad, pasó la cena, pasó el alcohol (y dejó su huella :D).
Les traigo una narración escrita por una  Alejandra Pizarnik adolescente. Esta gran escritora argentina, cuya vida culminó en un suicidio allá por el 72, nos dejó un gran legado. Lamentablemente no tan conocida como se merece pero que, como muchos autores, con el paso del tiempo póstumo,pienso, se dará a conocer. Este texto en prosa fue publicado en el diario La Gaceta un 18 de mayo de 1958.

El viento feroz


¿Quién, que la contemplara, creería en su miedo? Una muchacha trasnochadora y valiente, excelente bebedora de vino tinto en bodegas sucias donde se cantan tangos y se intercambian sueños con los amigos poetas. Una muchacha habituada a esperar el alba sumergida en el pensamiento de la muerte y en las pruebas de la existencia de Dios. Sus amigos ya conocían la historia de su primer miedo. Andrea gustaba de narrarlo con la intención de exorcizar su misterio, creyendo ingenuamente que su horror oculto se gastaría con el uso frecuente. Pero no. Estaba intacto y virgen como cuando sucedió por vez primera.

Ella tenía cuatro años y estaba con sus padres en el teatro esperando el comienzo de la función. Cuando se apagaron las luces su cuerpecito vibró convulso como cuando se introduce por un segundo el dedo en el toma corriente. Un bicho monstruoso, un alacrán bebedor de sangre se había remontado a su ser e inauguraba un proceso de devastación que jamás finalizaría. ¿Y de qué tenía tanto miedo? No lo sabía bien pero de pronto se le había ocurrido que cuando regresaran a su casa no podrían entrar porque la puerta del departamento no se abriría. Aunque papá poseyera todas las llaves del mundo jamás podremos entrar. Y la puerta no se abrirá. Intentó tranquilizarse diciéndose que no estaba sola, que si extendía su manita tocaría la mano caliente de mamá o la mano confortadora de papá. Pero el alacrán mordía de su cerebro. Se imaginó con frío y con hambre, absolutamente sola, esperando en el umbral de su casa, esperando, esperando, pobre niña aguardadora, y la puerta jamás se abriría. Pero no es bueno estar siempre fuera de la vida, es necesario abrir las puertas del mundo y entrar, se decía ahora, cada vez que pensaba en su miedo inicial. Cuando volvieron del teatro entraron en la casa pero para Andrea ella continuaba aún afuera, en el frío, en lo desconocido. Y aunque recordara que la llave se había deslizado con extrema facilidad y que la puerta se había abierto, ella sentía que no había entrado sino que estaba en el umbral, llorando, rogando que la dejaran entrar porque no es bueno yacer en un páramo a merced del viento feroz. Y ahora, mientras leía un poema de Cernuda, cuando transitaba por un verso que decía "aún hay dichas, terribles dichas a conquistar bajo la luz terrestre", el alacrán había despertado y se desperezaba detrás de su conciencia, perforando su sangre con agujas oxidadas. Se acercó al espejo, tal vez la tranquilizara el reconocimiento de su propio rostro. Pero sólo vio una bestia herida, asustada, dos ojos verdes que parecían exhalar un perfume o algo que se quema -su esperanza, tal vez-. En un segundo todo había desaparecido: el amor, el estudio, la poesía. Su cuarto era el desierto de cenizas, ausente de hombres, carente de sol y de lenguaje, el desierto o el infierno, allí donde se envía a las muchachas exiliadas que tienen miedo de aceptar su destino.

Trató de cantar un tango, de cortarse las uñas de los pies, de darse una ducha helada, de preguntar la hora por teléfono. Pero parecía un perro que en ausencia de su dueño se disfrazara de hombre e intentara fumar y escuchar un cuarteto de Beethoven cuando en verdad lo único que quería era ladrar a la luna. La puerta no se abriría jamás. Podría enloquecer o suicidarse, podría devenir prostituta o casarse y tener hijos. Todo era posible, pero nada alteraría su soledad y su exilio. Y aunque la puerta se abriera, aunque el mundo le tendiera los brazos como a una hija pródiga, aunque Dios surgiera de su ser henchido de certeza, y le asegurara que la eternidad es algo más que una palabra poética, ella sabría, en lo más hondo de sí misma, que la puerta aún estaba cerrada, que su verdad era el desierto de cenizas. Su verdad, la que surgió una noche en las tinieblas del teatro, vestida de alacrán bebedor de sangre.

Alejandra Pizarnik 

2 comentarios:

  1. Me encantó, realmente me gustó mucho, me imagine la niña sentada frente a la puerta...desolador

    Te felicito Santi.

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  2. Me alegra que haya sido de tu agrado muny :)

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