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viernes, 31 de diciembre de 2010

Una tarde diferente

Buenas noches. 
 Finalizando un 2010 con "altis", "bajos" y "llanos" acasos ciertos e inciertos en la cotoneidad de nuestras vidas quisiera agradecer a aquellos silenciosos lectores y ocasionales visitantes que han pasado por este humilde café. Si la vida es un escrito porqué no compartirla con el resto :).
 Para este 2011 que todos nuestros deseos lleguen a buen puerto. Sólo tenemos que tener presente que a veces eso implica sortear naufragios, incertidumbres y otros acasos más...lo importante es levantar la vista y ver aquél faro que, en su cómplice silencio, señala nuestro camino. 
 El siguiente poema fue escrito por un amigo, don Subjectivite, quién nos lo acerca para compartir con el café y sus lectores. Desde ya (y de aquí en más) muchas gracias por la colaboración.


Una tarde diferente

A caminar comienza,
Con la soledad golpeando su espalda
No es un día bello,
Solo su música lo acompaña.


Un paso lento y preciso
De un poeta enamoradizo,
Cuyo amor solo una persona quiso


En cada objeto la ve,
Desde un ocaso,
Hasta lo más bello de un amanecer
En el fondo sabe que debe comprender
Ella ya no existe, y nunca va a volver


Sigue su rumbo sin mirar atrás,
Observa la naturaleza,
Un canto de armonía eterno,
Entre el cielo y el infierno.
Todo lo bello jamás creado,
Plasmado en un objeto,
Y a lo largo de la tierra dispersado


Mientras camina,
En su mente ronda una idea,
La abrumadora verdad en su cara se presenta
A lo que siente se aferra,
Con cada paso la tierra tiembla,
A la incertidumbre su mente sucumbe,
Y solo acuden en su ayuda,
Mil preguntas, ninguna respuesta.
Resolverlas, misión que le ha sido impuesta.


En cada calle ve una vida de recuerdos,
Historias y momentos que no comparte.
El muy bien sabe,
Que de ellos nunca a formado parte


No lo comenta,
Ni por ello se lamenta
Es un punto y aparte,
Aun tiene una vida por delante.


Continuando su viaje,
Ya cansado
Busca el descanso.
Por un momento se sienta
Una figura se presenta,
Un largo viaje recorre a su lado,
A su mano atado,
Casi como un esclavo.

A destino llegan,
Frío lugar al que mirar no apremia.
Una sombra a lo lejos murmura,
El se asombra,
Es su nombre el que ella nombra.

La persigue, y atraparla no consigue,
Por un momento se detiene,
El silencio se sostiene,
Queda perplejo
Al darse cuenta,
Que jamás conseguirá atrapar a su reflejo.



----------2010-----------
Au revoir! 

miércoles, 29 de diciembre de 2010

An American Prayer

Bonsoir.
Me complace compartir hoy un poema del vocalista de una de mis bandas favoritas, Jim Morrison de The Doors ^_^. Vamos a lo nuestro:

An American Prayer 
"America" by spacesuitcatalyst
Do you know the warm progress
under the stars?
Do you know we exist?

Have you forgotten the keys
to the kingdom
Have you been borne yet
& are you alive?

Let's reinvent the gods, all teh myths
of the ages
Celebrate symbols from deep elder forests
[Have you forgotten the lessons
of the ancient war]

We need great golden copulations
The fathers are cackling in trees
of the forest
Our mother is dead in the sea

Do you know we are being led to
slaughters by placid admirals

& that fat slow generals are getting
obscene on young blood
Do you know we are ruled by T.V.
The moon is dry blood beast

Guerrilla bands are rolling numbers
in the next block of green vine
amassing for warfare on innocent
herdsman who are just dying .

O great creator of being
grant us one more hour to
perform our art
and perfect our lives

The moths and atheists are doubly divine
and dying
We live, we die
and death not ends it
Journey we more into the
Nightmare
Cling to life

Our passioned flower
Cling to cunts and cocks
of despair
We got our final vision
by clap

Columbus' groin got
filled with green death
(I touched her thigh
and death smiled)

We have assembled inside this ancient
and insane theater
To propagate our lust for life
and flee the swarming wisdom
of the streets

The barns are stormed
The windows kept
And only one of all the rest
To dance and save us
With divine mockery
of words

Music inflames temperament
(When the true King's murderers
are allowed to run free
a thousand Magicians arise
in the land)

Where are the feasts we were promised
Where is the wine
The New Wine
(dying on the vine)


_____

Au revoir!

pd: si no conocéis la música de The Doors os recomiendo :)

martes, 21 de diciembre de 2010

Noche del frío

Bonsoir les gens! hoy quiero compartir un poema de M. Elena Walsh. Lo transcribí del libro "Otoño imperdonable" de la autora. Sans ambages:


Noche del frío



Vagábamos por calles de pájaros sin nombre.

Oh calles de la noche, oh pájaros del frío.

Íbamos bajo cielos constelados de sombra.

Oh sombra de una música sin cauce ni destino.



Los árboles huyentes y casi minerales

imaginaban órbitas de cercanos zodiacos

y un silencio salobre se helaba en la estatura

del aire en el ramaje plural estremecido.



El agua de la noche trazaba en mis pupilas

acuáticos senderos, tréboles cristalinos.

Qué pleamar, qué alarma: vertientes verticales

y páramos de sombra que llevan aun abismo.



Y de pronto, un anuncio de bienaventuranzas:

el viento que alargaba los muros amarillos.

El viento, que movía rumores espectrales

casi reproducidos en follaje de vidrio.



Vagábamos por calles de pájaros sin nombre.

Por ámbitos de sueño, húmedos y sombríos.

Cobró el agua en mi voz el sabor de la noche

y designé a los pájaros con números de frío.



María Elena Walsh
"A hug in a cold park" by myself.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Brahma

Buenas tardes. Os traigo un interesante poema de Ralph Waldo Emerson.
Enjoy it!

Brahma

IF the red slayer think he slays,
Or if the slain think he is slain,
They know not well the subtle ways
I keep, and pass, and turn again.

Far or forgot to me is near;  
Shadow and sunlight are the same;
The vanish'd gods to me appear;
And one to me are shame and fame.

They reckon ill who leave me out; 
When me they fly, I am the wings;  
 I am the doubter and the doubt,  
And I the hymn the Brahmin sings.  

The strong gods pine for my abode,
And pine in vain the sacred Seven;
But thou, meek lover of the good!  
Find me, and turn thy back on heaven.



Au revoir.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Buddha

Bonjour. Heme aquí luego de mucho tiempo con un poema inédito de Federico García Lorca. Sin más preámbulos:

Buddha 
El palacio en sombra
Enseña brumoso sus oros bruñidos
La cálida noche derrite sus tules
Entre las estrellas rojizas y azules.
Lloran los chacales en junglas perdidos.

En el estanque lotos sangrientos
Lirios de agua, palmas, umbrías
En los jardines altas palmeras
Se inclinan lánguidas y severas
Acompasando sus melodías

Dulces magnolias majestuosas
Dan su fragancia sobre las cosas.
Noche de luna. Raro consuelo.
Arturo llora su luz de cielo
Flores, divinas... Piedras, preciosas.

(una cuartilla falta aquí)

Abriole la puerta de calma infinita
después esfumose. Siddhartha medita.
Una voz celeste suave musita
"Tú eres Tathagatha, puro, sin igual".

En fondos dorados entre rosas blancas
Lució sus encantos la diosa Verdad
El iluminado quedose hierático
Aspirando triste un perfume enigmático
Que manaba lento de la eternidad.

El cuerpo sin alma subió al aposento
Yashodara y el niño dormían
Siddhartha sintió un agobio violento
Corazones en sombras yacían...
Grave palpitaba el firmamento.

Se arrancó la flecha que le lanzó Mara
Traspasando salió de la estancia
Dulce el corazón se durmió en la fragancia
Que la luz del cielo le dejara.
Y marchó con la Bienaventuranza

Siddhartha solloza. El palacio lejano
Enseña entre ramas sus oros bruñidos
La cálida noche derrite sus tules
Entre las estrellas rojizas y azules.
Lloran los chacales en junglas perdidos.


domingo, 7 de noviembre de 2010

Eveline

Bonsoir.
Haciendo una breve pausa de la cotoneidad quiero compartir un cuento  de un grandísimo escritor irlandés. Me refiero a James Joyce. Un genio que supo recrear su ciudad como nadie y acercando un poco esa (verosímil) verdad de "cuentas tu ciudad, cuentas el mundo." Eveline pertenece al libro de cuentos Dublineses. Vamos a lo nuestro.
Eveline
Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba sentada.

Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.

¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:

-En la actualidad está en Melbourne.

Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.

-Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?

-Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor.

No lloraría mucho por tener que dejar la tienda.

Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete chelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable.

Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, continuar tales relaciones.

-Conozco a esos marineros... -dijo.

Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con su enamorado.

La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños.

El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al cuarto de la enferma.

-¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!

Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en la locura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas:

-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!

Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.

***

Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, y ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.

-¡Ven!

Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.

-¡Ven!

¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.

-¡Eveline! ¡Evy!

Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento.

Fin 

                         arte por DoctorBollocks

lunes, 25 de octubre de 2010

Escuchar a Mozart

Bonsoir! cuánto tiempo ha pasado desde mi último paso por estos lares.  Decidí lanzar una "mini maratón" de don Mario Benedetti. El pasado 14 de septiembre hubiera cumplido 90 años. En esta primera edición os traigo una genialidad.

Escuchar a Mozart
Pensar, capitán Montes, que hubieras podido
seguir durmiendo tu siesta. En realidad, estás
cansado. Hay que reconocer que la faena de
ayer fue dura, con esos doce presos que llegaron
juntos, ya bastante maltrechos, y ustedes
tuvieron que arruinarlos un poquito más. Eso
siempre te deja un malestar, sobre todo cuando
no se consigue que suelten nada, ni siquiera el
número de zapatos o el talle de la camisa. Las
pocas veces en que alguien habla, pensando
(pobre ingenuo) que eso signifique al final del infierno,
entonces el trabajo sucio te deja por lo
menos una satisfacción mínima. Después de todo,
te enseñaron que el fin justifica los medios,
pero tú ya no te acuerdas de cuál es el fin. Tu
especialidad siempre fueron los medios, y éstos
deben ser contundentes, implacables, eficaces.
Te metieron en el marote que estos muchachitos
tan frescos, tan sanos, tan decididos (tú
agregarías: y tan fanáticos), eran tus enemigos,
pero a esta altura ya ni siquiera estás demasiado
seguro de quiénes son tus amigos. Por lo
menos sabes a ciencia cierta que el coronel
Ochoa no es tu amigo. El coronel, que jamás se
mancha el meñique con ningún trabajo que
apeste, te considera un débil, y te lo ha dicho
delante del teniente Vélez y del mayor Falero.
Tú no siempre alcanzarás a comprender cómo
Falero y Vélez pueden efectuar tan calmosamente
un interrogatorio tras otro, sin perder nada
de su compostura, sin que se les afloje un
botón ni se les desacomode el peinado, negro y
engominado en Falero, ondeado y pelirrojo en
Vélez. La siesta te deja siempre de mal humor.
Pero hoy estás especialmente malhumorado.
Quizá porque Amanda te sugirió anoche, tímidamente,
después de haber hecho el amor con
una tensión inevitable y frustránea, “si no sería
mejor que”, y tú estallaste, casi rugiste de indignación
y despecho, acaso porque también pensabas
lo mismo, pero a quién se le ocurría ahora
pedir el retiro, algo que siempre despierta fastidiosas
sospechas y aprensiones. Y además,
en “época de guerra interna”, el pretexto tendría
que ser tremendo, nunca menos que cáncer,
desprendimiento de retina o cirrosis. Pero lo lamentable
es que Amanda lo haya pensado,
simplemente pensado. “Pienso en Jorgito y me
da pánico”. ¿Y qué se cree? ¿Que tú vislumbras
un porvenir espléndido? Y eso que ella no sabe
los pormenores de cada jornada. No sabe cómo
te sentiste cuando a la muchacha que cayó en
La Teja hubo que irle sacando los dientes uno
por uno, con paciencia y con celo. O cuando tuviste
conciencia de que, al cabo de una sola sesión
de trabajo, aquel obrerito mofletudo había
quedado listo para que le amputaran un testíc ulo.
Ella no sabe nada. Incluso a veces te comenta
si será cierto lo que dicen las malas y peores
lenguas: que en el cuartel tal y en el regimiento
tal, arrancan confesiones mediante espantosos
procedimientos. Y es increíble que te diga: “Ojalá
nunca te ordenen hacer algo así. Porque, claro,
tendrías que negarte, y vaya a saber qué te
sucedería”. Y tú tranquilizándola como de costumbre,
sin poderle confesar que cuando te lo
ordenaron la primera vez ni siquiera esbozaste
una tímida negativa, porque no le podías dar al
coronel Ochoa ese pretexto en bandeja. Fue en
esa amarga jornada cuando te jugaste tu carrera
y decidiste no perder, y aunque de noche estuviste
vomitando durante horas, y Amanda, al
despertarse con el fragor de tus arcadas, te preguntó
qué te pasaba y tú te inventaste lo del lechón
que te había sentado mal, la cosa no terminó
ahí y durante muchas noches soñaste con
aquel muchacho que, cada vez que comenzaba
el castigo, abría la boca sin emitir sonido alguno
y apretaba los ojos y ponía el pescuezo duro
como una viga. Ahora piensas, claro, para qué
darle más vueltas. Una vez que te decidiste,
adiós. De todas maneras, tú crees que tienes
motivos morales para hacer lo que haces. Pero
el problema es que ya casi no te acuerdas del
motivo moral, sino pura y exclusivamente de
una boca que sangra o un cuerpo que se dobla.
De modo que aparentemente es bastante lógico
que conectes el tocadiscos y coloques en el plato
una cualquiera de las sinfonías de Mózart.
Hace poco, la música te limpiaba, te equilibraba,
te depuraba, te ajustaba. Ahora mismo, en esa
ascensión espiritual, en este brío juguetón, te
alejas de las imágenes sombrías, del patio del
cuartel, de los gritos desgarradores, de tu propia
vergüenza. Los violines trabajan como galeotes,
las violas acompañan como hembras fidelísimas,
el corno interroga sin demasiada convicción.
Pero no importa. Tú también a veces interrogas
sin convicción, y si aplicas la picana es
precisamente por eso, porque tú evoques la patria
o lo putees. Mózart te gusta desde que ibas
con Amanda a los conciertos del Sodre, cuando
todavía no había Jorgito ni subversión, y la faena
más irregular de los cuarteles era tomar mate,
y por cierto qué bien lo cebaba el soldado
Martínez. Mózart te gusta, no desde siempre,
sino desde que Amanda te enseñó a gustarlo. Y
fíjate qué curioso, ahora Amanda no tiene ganas
de escuchar música, ninguna música, ni Mózart
ni un carajo, sencillamente porque tiene miedo y
teme atentados y vela por Jorgito, y claro a Mózart
no se le puede escuchar con miedo sino
con espíritu libre y la conciencia tranquila. O
sea, que mejor apagas el tocadiscos. Así está
bien. De todas maneras, los violines, ¿viste?,
quedan sonando como un prodigio que se deteriora
lentamente, tal como a veces quedan sonando
en el cuartel los alaridos de dolor cuando
ya nadie los profiere. Estás solo en la casa. Linda
casa. Amanda fue a ver a su madre, vieja
podrida y metete, apuntas. Y Jorgito no volvió
aún del Neptuno. Hijito lindo, apuntas. Estás solo,
y por el ventanal del living entra la soleada
imagen del jardín. Ochoa estará ahora con Vélez
y Falero. El coronel les da confianza nada
más que para conseguir aliados contra ti. Porque
te odia, claro. Nadie lo pone en duda. Puede
ser que tú odies a los presos, nada más que
por ellos son el pretexto de odio de Ochoa. Rebuscado,
¿no? Haces méritos y sin embargo
comprendes que es inútil. Por fuerte o desalmado
que seas, o parezcas, demasiado sabes que
Ochoa nunca te perdonará. Porque fuiste tú el
que una noche, entre interrogatorio e interrogatorio,
le preguntó si era cierto que su hija “había
pasado a la clandestinidad”. Se lo preguntaste
con cautela, y también con un amago de solidaridad,
ya que, pese a tus encontronazos con el
tipo, después de todo tienes bien arraigado el
“espíritu de cuerpo”. Nunca vas a olvidarte de la
mirada resentida que te dedicó, porque claro,
era cierto, aquella esplendorosa piba, Aurora
Ochoa, alias Zulema, había pasado a la clandestinidad
y era requerida en los comunicados
de las ocho, y el coronel había encontrado una
frase exorcista a la que se aferraba con unción:
“No me mencionen a esa degenerada; ya no es
mi hija”. Sin embargo, a ti no te a dijo, y eso fue
acaso lo más grave. Simplemente te taladró con
la mirada, y ordenó: “Capitán Montes, retírese”.
Y tú, después del saludo ritual, te retiraste. No
se lo habías preguntado con mala leche, sobre
todo porque te hacías cargo de lo que representaba
para Ochoa el hecho (escalofriante para
cualquier oficial) de que la subversión se hubiera
colado en su propio hogar. Pero te borraste, y
a partir de esta reculada comprendiste que
mientras Ochoa estuviera al frente de la unidad,
estabas liquidado. Ahora te sirves whisky, por
más que no te gusta empezar tan temprano. pero
no te tortures, torturador; no es posible que
de una sola vez te quedes sin Mózart y sin
whisky. por lo menos el whisky tiene menos exigencias
que Mózart. Al menos, para disfrutar
cada trago, no es imprescindible que tengas la
conciencia tranquila. Más aún, mala conciencia
con dos cubitos de hielo, es una bella combinación,
como bien dice el capitán Cardarelli, de tu
derecha, cuando se concede una tregua a medianoche,
después de administrar una compleja
sesión de picana en paladar, submarino seco y
trompadas en los riñones. ¿Alguna vez pensaste
que habría sido de ti si te hubieras negado?
Claro que lo pensaste. Y tienes datos muy cercanos
y esclarecedores: la brutal sanción al teniente
Ramos y la humillante degradación del
capitán Silva, de tu izquierda. Ellos no se animaron
a hacerse cargo del trabajo mugriento, no se
autorizaron a sí mismos aunque con esa decisión
mandaran su carrera a la mierda. O quizá
fueron simplemente decentes, vete a saber. Decentes
e indisciplinados. Una pregunta por el millón:
¿Hasta dónde te llevará tu sentido de disciplina,
capitán Montes? ¿A ir cancelando tu capacidad
de amor? ¿A convertir tus odios en rutina?
¿Te llevará a cometer más crímenes en
nombre de otros? ¿A rehuir tu imagen en los
espejos? ¿Hasta dónde te llevará tu sentido de
la disciplina, capitancito Montes? ¿A permitir
que tu rutina agreda, hiera, perfore, fracture, viole,
ampute, asfixie, inmole? ¿A lograr que cada
inmolación te deje más reseco, más frío, más
podrido, más inerte? ¿Hasta dónde te llevará tu
sentido de disciplina, capitán, capitancito?
¿Pensaste alguna vez que el sancionado Ramos
y el degradado Silva acaso puedan escuchar
a Mózart, o a Troilo (o a quien se les dé en
los forros), aunque sea en la memoria? Ahora
que por fin ha vuelto Jorgito y se acerca a besarte,
no estaría mal que pensaras en él.
¿Crees que con el tiempo tu hijo te perdonará lo
que ahora ignora? A lo mejor lo quieres. A tu
manera, claro. Pero tu manera también ha cambiado.
Antes eras franco con él. La rígida disciplina
no sólo te había inculcado el rigor, sino algo
que tú llamabas, sin precisión alguna, la verdad,
también para ejercicios, simulacros. Cuando
sorprendías a Jorgito en una insignificante
mentira, descargabas en él tu cólera sagrada.
Tu santís ima trinidad estaba integrada por Dios,
el Comandante en Jefe, y la Verdad. Muchas
veces le pegaste a Jorgito porque se le había
quedado a Amanda con unas míseras vueltas, o
porque decía saber la tabla del siete, y no era
cierto. Hace tanto, y en realidad tan poco, desde
esos arranques. La subversión era todavía
atendida en la órbita meramente policial, y vosotros
seguíais tomando mate en los cuarteles.
Pero esas veces en que el botija recibió sin una
lágrima las primeras trombadas de su vida, fueron,
¿te acuerdas?, inevitablemente seguidas
por las primeras y frustráneas noches en que no
fuiste capaz de seguir escuchando a Mózart. En
una ocasión hasta perdiste la calma, y, ante el
estupor de Amanda, hiciste añicos el concierto
para flauta y orquesta, y como consecuencia de
la rabieta hubo que reparar el Garrard. Pero
hace mucho que te borraste de la verdad. La
santísima trinidad se redujo a una dualidad todavía
infalible: Dios y el Comandante en jefe. Y
no es demasiado aventurado pronosticar desde
ya la unidad final: el Comandante en jefe a secas.
Ahora no le exiges, perentoriamente a Jorgito
que te cuente la verdad estricta, inmaculada,
despojada de adornos y disimulos, quizás
porque jamás te atreverías a decirle la verdad,
la escandalosamente sucia verdad de tu trabajo.
Pensar, capitán Montes, capitancito, que podías
haber seguido durmiendo la siesta, y en ese caso
aún no habrías enfrentado (quizás tendrías
que enfrentarla mañana, aunque nunca se sabe
cómo funcionan en los chicos las claves del olvido)
la pregunta que en este instante formula tu
hijo, sentado frente a ti en la silla negra; “Pa,
¿es cierto que tú torturas” Y tampoco te habrías
visto obligado, como ahora, después de tragar
fuerte, a responder con otra pregunta: “¿Y de
dónde sacaste eso?”, aun sabiendo de antemano
que la respuesta de Jorgito va a ser: “Me lo
dijeron en la escuela”. Y claro, dices, masticando
cada sílaba: “No es cierto. No es cierto como
te lo dijeron. Pero, hijito, tienes que comprender
que estamos luchando con gente muy pero que
muy peligrosa que quiere matar a tu papá, a tu
mamá, y a muchas otras personas que tú quieres.
Y a veces no hay más remedio que asustarlos
un poco, para que confiesen las barbaridades
que preparan”. Pero él insiste: “Está bien,
pero tú... ¿torturas?”. Y de pronto te sientes cercado,
bloqueado, acalambrado. Sólo atinas a
seguir preguntando: “Pero ¿a qué llamas tortura?.
Jorgito está bien informado para sus ocho
años: “¿Cómo a qué? Al submarino, pa. Y a la
picana, y al teléfono”. Por primera vez esas palabras
te taladran, te joden. Sientes que te pones
rojo, y no tienes modo de evitarlo. Rojo de
rabia, rojo de vergüenza. Intentas recomponer
de apuro cierta imagen de serenidad, pero sólo
te sale un balbuceo: “¿Se puede saber cuál de
tus compañeritos te mete esas porquerías en la
cabeza?”. Pero ya lo ves, Jorgito está implacable.
“¿Para qué quieres saberlo? ¿Para hacer
que lo torturen?”. Eso es demasiado para ti. De
pronto adviertes - no sabes exactamente si horrorizado
o estupefacto - que te has vaciado de
amor. Depositas sobre la alfombrilla marrón el
vaso con el resto de whisky, y empiezas a
caminar a pasos lentos y marcados. Jorgito sigue
en la silla negra, con sus ojos verdes cada
vez más inocentes y despiadados. Das un largo
rodeo para situarte detrás del respaldo, acaricias
con ambas manos aquel pescuezo desvalido,
exculpado, con pelusa y lunares, y empiezas
a decirle: “No hay que hacer caso hijito, la a veces
es muy mala, muy mala. ¿Entiendes hijito?”.
Y no bien el pibe dice con cierto esfuerzo: “Pero,
pa”, tú sigues acariciando esa nuca, oprimiendo
suavemente esa garganta, y luego, renunciando
(ahora sí) para siempre a Mózart, aprietas,
aprietas inexorablemente, mientras en la casa
linda y desolada sólo se escucha tu voz sin
temblores: “Entendiste, hijito de puta?”

 Mario Benedetti 

lunes, 27 de septiembre de 2010

Nóumeno

Bonjour.
Quiero compartir con ustedes un brillante cuento de Don Adolfo Bioy Casares. Se trata de Nóumeno de "Historias desaforadas."
                                                                                              Nóumeno



Probablemente fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó:
Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la sombra.
¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno?preguntó Arribillaga.
Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal, que por entonces daba que hablar, aún en las noticias de policía.
Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o de romana. "Una griega o romana muy linda", pensó.
Vale la pena costearsedijo Arribillaga. Para hacernos una opinión sobre el asunto.
Algo indispensabledijo con sorna Amenábar.
Yo tampoco veo la ventajadijo Narciso Dillon.
Voy a andar medio justo de tiempo previno Arturo. El tren sale a las cinco.
Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece?preguntó Carlota.
No pasa nada, pero me están esperando.
Aunque no fuera indispensable la fila india, tampoco era cuestión de insolarse y derretirse, de modo que avanzaron de dos en dos, por la angosta y no continua franja de sombra. Carlota y Amenábar caminaban al frente; después, Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y Dillon. Éste comentó:
Qué valientes somos.
¿Por salir con este solazo?preguntó Arturo.
Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con la verdad.
Nadie cree en el Nóumeno.
Desde luego.
Es de la familia de la cotorra de la buena suerte.
Entonces, una de dos. O no creemos y ¿para qué vamos? O creemos y ¿pensaste, Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente más contradictoria de la República. Empezando por un servidor. Nací cansado, no sé lo que se llama trabajar, si me arruino me pego un tiro y no hay domingo que no juegue hasta el último peso en las carreras.
¿Quién no tiene contradicciones?
Unos menos que otros. Vos y yo no vamos al Nóumeno batiendo palmas.
Arturo dijo:
A lo mejor sospechamos que para seguir viviendo, más vale dormirse un poco para ciertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entre Arribillaga y vea cómo el aparato le combina su orgullo de perfecto caballero con su ambición política?
Arribillaga sale a todo lo que da y el Nóumeno estalla dijo Dillon. ¿Amenábar también tendrá contradicciones?
No creo.
Cuando conoció a Amenábar, Arturo estudiaba trigonometría, su última materia de bachillerato, para el examen de marzo. Un pariente, profesor en el colegio Mariano Moreno, se lo recomendó. "Si te prepara un mozo Amenábar", le dijo, "no sólo aprobarás trigonometría, sabrás matemáticas". Así fue, y muy pronto entablaron una amistad que siguió después del examen, a través de esas largas conversaciones filosóficas, que en alguna época fueron tan típicas de la juventud. Por Arturo, Amenábar conoció a Carlota y después a los demás. Lo trataban como a uno de ellos, con la misma despreocupada camaradería, pero todos veían en él a una suerte de maestro, al que podían consultar sobre cualquier cosa. Por eso lo llamaban el Profe.
Comentó Dillon:
Su idea fija es la coherencia.
Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija contestó Arturo. Él mismo dice que la coherencia y la lealtad son las virtudes más raras.
Menos mal, porque si no, con la vida que uno lleva... ¿Qué sería de mí, un domingo sin turf? ¡Me pego un balazo!
Si hay que pegarse un balazo porque la vida no tiene sentido, no queda nadie.
¿También Carlota será contradictoria? A ella se le ocurrió el programa.
Carlota es un caso distintoexplicó Arturo; con aparente objetividad. Le sobra el coraje.
Las mujeres suelen ser más corajudas que los hombres.
Yo iba a decir que era más hombre que muchos.
Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como parecía: Cuando hablaba de Carlota se reanimaba.
No conozco chica más independiente aseguro Dillon, y agregó: Claro que la plata ayuda.
Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando quédó huérfana. Apenas mayor de edad. Pudo acobardarse, pudo buscar apoyo en alguien de la familia. Se las arregló sola.
"Y por suerte ahí va caminando con Amenábar", pensó Arturo. "Sería desagradable que tuviera al otro a su lado."
Entraron en el Parque Japonés. Arturo advirtió con cierto alivio que nadie se apuraba por llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era el único peligro. También estaba la Montaña Rusa. Para sortearla, propuso el Water Shoot, al que subieron en un ascensor. Desde lo alto de la torre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por un tobogán, hasta el lago. Pasaron por el Disco de la Risa, se fotografiaron en motocicletas Harley Davidson y en aeroplanos pintados en telones y, más allá del teatro de títeres, donde tres músicos tocaban Cara sucia, vieron un quiosco de bloques de piedra gris, en papier mache, que por la forma y por las dos efinges, a los lados de la puerta, recordaba una tumba egipcia.
Es acádijo Salcedo y señaló el quiosco.
En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la derecha, en letras más chicas: de M. Cánter. Un instante después un viejito de mal color se les acercó para preguntar si querían entradas. Arribillaga pidió seis.
¿Cuánto tiempo va a estar cada uno adentro?preguntó Arturo.
Menos de un cuarto de hora. Más de diez minutoscontestó el viejo.
Bastan cinco entradas. Si me alcanza el tiempo compro la mía.
¿Usted es Cánter?preguntó Amenábar.
Sídijo el viejo. No, por desgracia, de los Cánter de La Sin Bombo, sino de unos más pobres, que vinieron de Alemania. Tengo que ganarme la vida vendiendo entradas para este quiosco. ¡Seis, mejor dicho cinco, miserables entradas, a cincuenta centavos cada una!
¿Ahora no hay nadie adentro?preguntó Dillon.
No.
Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le tomaron miedo a su Nóumeno.
No veo por quéreplicó el viejo.
Por lo que salió en los diarios.
El señor cree en la letra de molde. Si le dicen que alguien entró en este quiosco de lo más campante y salió con la cabeza perdida, ¿lo cree? ¿No se le ocurre que detrás de toda persona hay una vida que usted no conoce y tal vez motivos más apremiantes que mi Nóumeno, para tomar cualquier determinación?
Arturo preguntó:
¿Cómo se le ocurrió el nombre?
A mí no se me ocurrió. Lo puso un periodista, por error. En realidad, el Nóumeno es lo que descubre cada persona que entra. Y, a propósito: ¡Adelante, señores, pasen! Por cincuenta centavos conocerán el último adelanto del progreso. Tal vez no tengan otra oportunidad.
Deséenme buena suertedijo Carlota.
Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la recordaría en esa puerta, como en una estampa enmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, la boca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedo preguntó a Cánter:
¿Por qué dice que tal vez no haya otra oportunidad?
Algo hay que decir para animar al público explicó el viejo, con una sonrisa y una momentánea efusión de buen color, que le dio aire de resucitado. Además, la clausura municipal está siempre sobre nuestras cabezas.
¿Cabezas? preguntó Arturo. ¿Las suyas o las de todos?
Las de todos los que recibimos la visita de señores que viven de las amenazas de clausura. Los señores inspectores municipales.
Una verguenzadijo Salcedo, gravemente.
Hay que comerdijo el viejo.
Después de Cara Sucia, los de al lado tocaron Mi noche triste. Arturo pensó que por culpa de ese tango, que siempre lo acongojaba un poco, estaba nervioso porque la chica no salía del Nóumeno. Por fin salió y, como todos la miraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa:
Muy bien. Impresionante.
Arturo pensó "Le brillan los ojos".
Acá voy yoexclamó Salcedo y, antes de entrar, se volvió y murmuró:No se vayan.
Felice mortegritó Arribillaga.
Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz baja:
Vos no entres.
Antes que pudiera preguntar por qué, ella se trabó en una conversación con Amenábar. El tono en que había dicho esas tres palabras le recordó tiempos mejores.
En el teatro de títeres tocaban otro tango. Cuando Salcedo salió del Nóumeno, entró Amenábar. Arribillaga preguntó:
¿Qué tal?
Nada extraordinariocontestó Salcedo.
Explicame un poco dijo Dillon. Ahí adentro ¿consigo un dato para el domingo?
Creo que no.
Entonces no me interesa. Casi me alegro.
Yo, en cambio, me alegro de haber entrado. Hay una especie de máquina registradora, pero de pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se compone de una silla y de un lienzo que sirve de pantalla.
Te olvidás del proyectordijo Carlota.
No lo vi.
Yo tampoco, pero el agujero está detrás de tu cabeza, como en cualquier sala, y al levantar los ojos ves el haz de luz en la oscuridad.
La película me pareció extraordinaria. Yo sentí que el héroe pasaba por situaciones idénticas a las mías.
¿Concluyó bien?preguntó Carlota.
Por suerte, sídijo Salcedo. ¿Y la tuya?
Depende. Según interpretes.
Salcedo iba a preguntar algo, pero Carlota se acercó a Amenábar, que salía del quiosco, y le preguntó cuál era su veredicto.
Yo ni para el Nóumeno tengo veredictos. Es un juego, un simulacro ingenioso. Una novedad bastante vieja: la máquina de pensar de Raimundo Lulio, puesta al día. Casi puedo asegurar que mientras uno se limite a las teclas correspondientes a su carácter, la respuesta es favorable; pero si te da por apretar la totalidad de las teclas correspondientes a las virtudes, la inmediata respuesta es Hipócrita, Ególatra, Mentiroso, en tres redondelitos de luz colorada.
¿Hiciste la prueba?preguntó Carlota.
Riendo, Amenábar contestó que sí y agregó:
¿Te parece poco serio? A mí me pareció poco serio el biógrafo. Qué cinta. Como si nos tomaran por sonsos.
Después de mirar el reloj Arturo dijo:
Yo me voy.
¿No me digas que te asusta el Nóumeno? preguntó Dillon.
La verdad que esa puerta alta y angosta le da aspecto de tumbadijo Salcedo.
Carlota explicó:
Tiene que tomar el tren de las cinco.
Y antes pasar por casa, a recoger la valija agregó Arturo.
Le sobra el tiempodijo Salcedo.
Quién sabe dijo Amenábar. Con la huelga no andan los tranvías y casi no he visto automóviles de alquiler ni coches de plaza.
Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonés le trajo a la memoria un álbum de fotografías de Buenos Aires, con las calles desiertas. Para que esas pruebas documentales no contrariaran su convicción patriótica de que en las calles de nuestra ciudad había mucho movimiento, pensó que las fotografías debieron de tomarse en las primeras horas de la mañana. Lo malo es que ahora no era la mañana temprano, sino la tarde.
No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se veían coches particulares. ¿lba a largarse a pie, a Constitución? Una caminata, para él heroica, no desprovista de la posibilidad de llegar después de la salida del tren. "¿Dónde está ese ánimo? ¿Por qué pensar lo peor?", se dijo. "Con un poco de suerte encontraré algo que me lleve a Constitución." Hasta Cerrito, bordeó el paredón del Central Argentino, volviendo todo el tiempo la cabeza, para ver si aparecía un coche de plaza o un automóvil de alquiler. "A este paso, antes que las piernas se me cansa el pescuezo." Dobló por Cerrito a la derecha, subió la barranca, siguió rumbo al barrio sur. "Desde el Bajo y Callao a Constitución habrá alrededor de cuarenta cuadras", calculó. "Más vale dejar la valija." Lo malo era que de paso dejaría La ciudad y las sierras, que estaba leyendo. Para recoger la valija, tendría seis cuadras hasta su casa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con la carga a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito y todas las que faltaban hasta Constitución. "Otra idea", se dijo, "sería irme ahora mismo a casa, recostarme a leer La ciudad y las sierras frente al ventilador y postergar el viaje para mañana; pero, con la huelga, quién me asegura que mañana corran los trenes. No hay que aflojar aunque vengan degollando". Nadie venía degollando, pero la ciudad estaba rara, por lo vacía, y aún le pareció amenazadora, como si la viera en un mal sueño. "Uno imagina disparates, por la cantidad de rumores que oye sobre desmanes de los huelguistas." A la altura de Rivadavia, pasó un taxímetro Hispano Suiza. Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar de su llamado. "A lo mejor el chófer está orgulloso del auto y no levanta a nadie."
Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo, pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre preguntó:
¿Por suerte anda buscando que lo maten?
Que me lleven.
No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casita, cuanto antes.
¿Dónde vive?
Pasando Constitución.
No tiene que desandar camino. Voy a Constitución.
¿A Constitución? Ni loco. La están atacando.
Me deja donde pueda.
Resignado, el cochero pidió:
Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante, ¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes apoya la huelga.
Usted no es chofer, que yo sepa.
Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera.
Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó:
Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto?
Usted dirá.
Que se viaja más cómodo en coche que a pie.
El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a contárselo a la patrona. Observó amistosamente:
La ciudad está vacía, pero tranquila.
Una tranquilidad que mete miedoaseguró Arturo.
Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas.
Armas largasdictaminó el cochero.
¿Dónde?preguntó Arturo.
Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso.
En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo:
¿Cuánto le debo? Bajo acá.
Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos?Sin esperar respuesta, concluyó el cochero:Nada, entonces.
Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda. Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó:
¿Dónde va?
A tomar el trencontestó.
¿Qué tren?
El de las cinco, a Bahía Blanca.
No creo que salgadijo el vigilante.
"Con tal que atiendan en la boletería", se dijo Arturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron:
El último tren que corre.
En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo. Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si estaban lejos.
Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el de la panadería La Fama, reputada por la galleta de hojaldre, la mejor de todo el cuartel séptimo del partido de Las Flores. Arturo preguntó:
¿Llegamos a eso de las ocho y media?
Siempre y cuando no paren el tren en Talleres y nos obliguen a bajar.
¿Vos creés?
La cosa va en serio, Arturito, y en Talleres hay muchos trabajadores. Nos mandan a una vía muerta, si quieren.
No sé. Los trabajadores están cansados.
Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo:
Tengo sed.
Vayamos al vagón comedor.
Ha de estar cerrado.
Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un Pernod Arruti, que explicó:
Lo que tomábamos con tu abuelo, cuando iba a la estancia, a jugar a la baraja.
Eso fue en los último años de mi abuelo.
Antes lo acompañabas a cazar.
De nuevo hablaron de la huelga. Con algún asombro, Arturo creyó descubrir que Arruti no la condenaba y le preguntó:
¿No estás en contra de la huelga porque pensás que de una revolución va a salir un gobierno mejor que el de ahora?
No estoy loco, chereplicó Arruti. Todos los gobiernos son malos, pero a un mal gobierno de enemigos prefiero un mal gobierno de amigos.
¿El que tenemos es de enemigos?
Digamos que es de tu gente, no de la mía.
No sabía que vos y yo fuéramos enemigos.
No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú ni yo estamos en política. Una gran cosa.
Sin embargo, apostaría que tomamos las ideas más a pecho que los políticos.
Esa gente no cree en nada. Sólo piensan en abrirse paso y mandar.
Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta conversación. Recordó, entonces, lo que había pasado. Se dijo: "Debo sobreponerme", pero tuvo sentimientos que tal vez correspondieran a una frase como: "¿Para qué vivir si después no puedo comentar las cosas con Carlota?".
Arruti, que era un vasco diserto, habló de su infancia en los Pirineos, de su llegada al país, de sus primeras noches en Pardo, cuando se preguntaba si el rumor que oía era del viento o de un malón de indios.
A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es que el viaje se hizo corto. A las ocho y media bajaron en la estación Pardo.
Seguro que Basilio vino con el break dijo. ¿Te llevo?
No, hombrecontestó Arruti. Vivo demasiado cerca. Eso sí: una tarde caigo de visita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte más de lo que tienes pensado.
Basilio, el capataz, los recibió en el andén. Preguntó:
¿Qué tal viaje tuvieron?y agregó después de agacharse un poco y llevar la mirada a una y otra mano de Arturo: ¿No olvidaste nada, Arturito?
Nada.
¿Qué debía traer?preguntó Arruti.
Siempre viene con valijas cargadas de libros. Hay que ver lo que pesan.
Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó:
¿Cómo andan por acá?
Bien. Esperando el agua.
¿Mucha seca?
Se acaba el campo, si no llueve.
Emprendieron el largo trayecto en el break. Hubo conversación, por momentos, y también silencios prolongados. Todavía no era noche. Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo del zaino, la redondez del anca, el tranquilo vaivén de las patas, y pensaba: "Para vida agitada, el campo. Uno se desvive porque llueva o no llueva, o porque pase la mortandad de los terneros... Lo que es yo, no voy a permitir que me contagien la angustia". Iba a agregar "por lo menos hasta mañana a la mañana", cuando se acordó de la otra angustia y se dijo: "Qué estúpido. Todavía tengo ganas de hacerme el gracioso".
Llegaron a la estancia por la calle de eucaliptos. Era noche cerrada. La casera le tendió una mano blanda y dijo:
Bien ¿y usted? ¿Paseando?
En el patio había olor a jazmines; en la cocina y el cuartito de la caldera, olor a leña quemada; en el comedor, olor a la madera del piso, del zócalo, de los muebles.
Poco después de la comida, Arturo se acostó. Pensaba que lo mejor era aprovechar el cansancio para dormirse cuanto antes. Un silencio, apenas interrumpido por algún mugido lejano, lo llevó al sueño.
Vio en la oscuridad un telón blanco. De pronto, el telón se rajó con ruido de papel y en la grieta aparecieron, primero, los brazos extendidos y después la querida cara de Carlota, aterrada y tristísima, que le gritaba su nombre en diminutivo. Repetidamente se dijo: "No es más que un sueño. Carlota no me pide socorro. Qué absurdo y presuntuoso de mi parte pensar que está triste. Ha de estar muy feliz con el otro. Al fin y al cabo este sueño no es más que una invención mía". Pasó el resto de la noche en cavilaciones acerca del grito y de la aparición de Carlota. A la mañana, lo despertó la campanilla del teléfono.
Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó la voz de Mariana, la señorita de la red local de teléfonos, que le decía:
Señor Arturo, me informan de la oficina de la Unión Telefónica de Las Flores que lo llaman de Buenos Aires. Se oye mal y la comunicación todo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada?
Pásela, por favor.
Oyó apenas:
Un rato después de salir del Parque Japonés... Imagino cómo te caerá la noticia... Encontraron el cuerpo en la gruta de las barrancas de la Recoleta.
¿El cuerpo de quién? gritó Arturo. ¿Quién habla?
No era fácil de oír y menos de reconocer la voz entrecortada por interrupciones, que llegaba de muy lejos, a través de alambres que parecían vibrar en un vendaval. Oyó nuevamente:
Después de salir del Parque Japonés.
El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni Arribillaga. ¿Salcedo? Por eliminación quizá pareciera el más probable, pero por la voz no lo reconocía. Antes que se cortara la comunicación, oyó con relativa claridad:
Se pegó un balazo.
La señorita Mariana, de la red local, apareció después de un largo silencio, para decir que la comunicación se cortó porque los operarios de la Unión Telefónica se plegaron a la huelga. Arturo preguntó:
¿No sabe hasta cuándo?
Por tiempo indeterminado.
¿No sabe de qué número llamaron?
No, señor. A veces nos llega la comunicación mejor que a los abonados. Hoy, no.
Después de un rato de perplejidad, casi de anonadamiento, por la noticia y por la imposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturo exclamó en un murmullo: "No puede ser Carlota". La exclamación velaba una pregunta, que formuló con miedo. El resultado fue favorable, porque la frase en definitiva expresaba una conclusión lógica. Carlota no podía suicidarse, porque era una muchacha fuerte, consciente de tener la vida por delante y resuelta a no desperdiciarla Si todavía quedaba en el ánimo de Arturo algún temor, provenía del sueño en que vio la cara de Carlota y oyó ese grito que pedía socorro. "Los sueños son convincentes", se dijo, "pero no voy a permitir que la superstición prevalezca sobre la cordura. Es claro que la cordura no es fácil cuando hubo una desgracia y uno está solo y mal informado". De pronto le vinieron a la memoria ciertas palabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque Japonés. Tal vez debió replicarle que el suicida es un individuo más impaciente que filosófico: a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Recapacitó: "Sin embargo fui atinado en no insistir, en no dar pie para que Dillon dijera de nuevo que pegarse un tiro era la mejor solución. No creo que lo haya hecho... Si me atengo a lo que dijo en broma, o en serio, podría pegarse un tiro después de perder en el hipódromo. Ayer no fue al hipódromo, porque no era domingo". En tono de intencionada despreocupación agregó: "¿Qué carrerista va a matarse en vísperas de carreras?"
¿Quiénes quedaban? " ¿Amenábar? No veo por qué iba a hacerlo. Para suicidarse hay que estar en la rueda de la vida, como dicen en Oriente. En la carrera de los afanes. O haber estado y sentir desilusión y amargura. Si no se dejó atrapar nunca por el juego de ilusiones ¿por qué tendría ahora ese arranque?" En cuanto a Carlota, la única falta de coherencia que le conocía era Salcedo. Algo que lo concernía tan íntimamente quizá lo descalificara para juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentida hasta el punto de suicidarse, caería en la clásica, y sin duda errónea, suposición de todo amante abandonado. Pensó después en Arribillaga y en sus ambiciones, acaso incompatibles: un perfecto caballero y un popular caudillo político. Por cierto, el más frecuente modelo de perfecto caballero es un aspirante a matón siempre listo a dar estocadas al primero que ponga en duda su buen nombre y también dispuesto a defender, sin el menor escrúpulo, sus intereses. Es claro que el pobre Arribillaga quería ser un caballero auténtico y un político merecidamente venerado por el pueblo y tal vez ahora mismo jugara con la idea de empuñar el volante de su Pierce Arrow y darse una vuelta por la fábrica de Vasena y arengar a los obreros huelguistas. ¿Y Perucho Salcedo? "Supongamos que no fue el que llamó por teléfono: ¿tenía alguna razón para suicidarse? ¿Un flanco débil? ¿La deslealtad con un amigo? Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio? Además ¿cómo opinar sin saber cuál fue la participación de la mujer en el episodio?" Se dijo: "Mejor no saberlo".
A lo largo del día, de la noche y de los tres días más que pasó en el campo, Arturo muchas veces reflexionó sobre las razones que pudo tener cada uno de los amigos, para matarse. En algún momento se abandonó a esperanzas no del todo justificadas. Se dijo que tal vez fuera más fácil encontrar un malentendido en la comunicación telefónica del viernes, que una razón para matarse en cualquiera de ellos. Sin duda la comunicación fue confusa, pero el sentido de algunas frases era evidente y no dejaba muchas esperanzas: "Imagino cómo te caerá la noticia", "encontraron el cuerpo en la gruta de la Recoleta", "se pegó un balazo". También se dijo que llevado por una impaciencia estúpida emprendió esa investigación y que más valía no seguirla. Quizá fuera menos desdichado mientras no identificara al muerto.
En la última noche, en un sueño, vio un salón ovalado, con cinco puertas, que tenían arriba una inscripción en letras góticas. Las puertas eran de madera rubia, labrada, y todo resplandecía a la luz de muchas lámparas. Porque era miope debió acercarse para leer, sobre cada puerta, el nombre de uno de sus amigos. La puerta que se abriera correspondería al que se había matado. Con mucho temor apoyó el picaporte de la primera, que no cedió, y después repitió el intento con las demás. Se dijo: "Con todas las demás", pero estaba demasiado confuso como para saberlo claramente. En realidad no deseaba encontrar la puerta que cediera.
A la mañana le dijeron que se había levantado la huelga y que los trenes corrían. Viajó en el de las doce y diez.
Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren, salía de Constitución, tomaba un automóvil de alquiler. Aunque nada deseaba tanto como llegar a su casa, dijo al hombre:
A Soler y Aráoz, por favor.
En ese instante había sabido cuál de los amigos era el muerto. La brusca revelación lo aturdió. El chófer trató de entablar conversación: preguntó desde cuándo faltaba de la capital y comentó que, según decían algunos diarios, se había levantado la huelga, lo que estaba por verse. Quizás en voz alta Arturo pensó en el suicida. Murmuró:
Qué tristeza.
No le quedó recuerdo alguno del momento en que bajó del coche y caminó hacia la casa. Recordó, en cambio, que abrió el portón del jardín y que la puerta de adentro estaba abierta y que de pronto se encontró en la penumbra de la sala, donde Carlota y los padres de Amenábar estaban sentados, inmóviles, alrededor de la mesita del té. Al ver a su amiga, Arturo sintió emoción y alivio, como si hubiera temido por ella. Trabajosamente se levantaron la señora y el señor. Hubo saludos; no palmadas ni abrazos. Ya se preguntaba si lo que había imaginado sería falso, cuando Carlota murmuró:
Traté de avisarte, pero no conseguí comunicación.
Creo que me llamó Salcedo. No estoy seguro. Se oía muy mal.
La señora le sirvió una taza de té y le ofreció tostadas y galletitas. Después de un rato anunció Carlota:
Es tarde. Tengo que irme.
Te acompañodijo Arturo.
¿Por qué se van tan pronto?preguntó la señora. Mi hijo no puede tardar.
Cuando salieron, explicó la muchacha:
La madre se niega a creer que el hijo ha muerto. Me parece natural. Es lo que todos sentimos. ¿Por qué no quiso vivir?
Amenábar era el único de nosotros que no se permitía incoherencias.