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lunes, 27 de septiembre de 2010

Nóumeno

Bonjour.
Quiero compartir con ustedes un brillante cuento de Don Adolfo Bioy Casares. Se trata de Nóumeno de "Historias desaforadas."
                                                                                              Nóumeno



Probablemente fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó:
Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la sombra.
¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno?preguntó Arribillaga.
Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal, que por entonces daba que hablar, aún en las noticias de policía.
Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o de romana. "Una griega o romana muy linda", pensó.
Vale la pena costearsedijo Arribillaga. Para hacernos una opinión sobre el asunto.
Algo indispensabledijo con sorna Amenábar.
Yo tampoco veo la ventajadijo Narciso Dillon.
Voy a andar medio justo de tiempo previno Arturo. El tren sale a las cinco.
Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece?preguntó Carlota.
No pasa nada, pero me están esperando.
Aunque no fuera indispensable la fila india, tampoco era cuestión de insolarse y derretirse, de modo que avanzaron de dos en dos, por la angosta y no continua franja de sombra. Carlota y Amenábar caminaban al frente; después, Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y Dillon. Éste comentó:
Qué valientes somos.
¿Por salir con este solazo?preguntó Arturo.
Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con la verdad.
Nadie cree en el Nóumeno.
Desde luego.
Es de la familia de la cotorra de la buena suerte.
Entonces, una de dos. O no creemos y ¿para qué vamos? O creemos y ¿pensaste, Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente más contradictoria de la República. Empezando por un servidor. Nací cansado, no sé lo que se llama trabajar, si me arruino me pego un tiro y no hay domingo que no juegue hasta el último peso en las carreras.
¿Quién no tiene contradicciones?
Unos menos que otros. Vos y yo no vamos al Nóumeno batiendo palmas.
Arturo dijo:
A lo mejor sospechamos que para seguir viviendo, más vale dormirse un poco para ciertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entre Arribillaga y vea cómo el aparato le combina su orgullo de perfecto caballero con su ambición política?
Arribillaga sale a todo lo que da y el Nóumeno estalla dijo Dillon. ¿Amenábar también tendrá contradicciones?
No creo.
Cuando conoció a Amenábar, Arturo estudiaba trigonometría, su última materia de bachillerato, para el examen de marzo. Un pariente, profesor en el colegio Mariano Moreno, se lo recomendó. "Si te prepara un mozo Amenábar", le dijo, "no sólo aprobarás trigonometría, sabrás matemáticas". Así fue, y muy pronto entablaron una amistad que siguió después del examen, a través de esas largas conversaciones filosóficas, que en alguna época fueron tan típicas de la juventud. Por Arturo, Amenábar conoció a Carlota y después a los demás. Lo trataban como a uno de ellos, con la misma despreocupada camaradería, pero todos veían en él a una suerte de maestro, al que podían consultar sobre cualquier cosa. Por eso lo llamaban el Profe.
Comentó Dillon:
Su idea fija es la coherencia.
Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija contestó Arturo. Él mismo dice que la coherencia y la lealtad son las virtudes más raras.
Menos mal, porque si no, con la vida que uno lleva... ¿Qué sería de mí, un domingo sin turf? ¡Me pego un balazo!
Si hay que pegarse un balazo porque la vida no tiene sentido, no queda nadie.
¿También Carlota será contradictoria? A ella se le ocurrió el programa.
Carlota es un caso distintoexplicó Arturo; con aparente objetividad. Le sobra el coraje.
Las mujeres suelen ser más corajudas que los hombres.
Yo iba a decir que era más hombre que muchos.
Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como parecía: Cuando hablaba de Carlota se reanimaba.
No conozco chica más independiente aseguro Dillon, y agregó: Claro que la plata ayuda.
Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando quédó huérfana. Apenas mayor de edad. Pudo acobardarse, pudo buscar apoyo en alguien de la familia. Se las arregló sola.
"Y por suerte ahí va caminando con Amenábar", pensó Arturo. "Sería desagradable que tuviera al otro a su lado."
Entraron en el Parque Japonés. Arturo advirtió con cierto alivio que nadie se apuraba por llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era el único peligro. También estaba la Montaña Rusa. Para sortearla, propuso el Water Shoot, al que subieron en un ascensor. Desde lo alto de la torre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por un tobogán, hasta el lago. Pasaron por el Disco de la Risa, se fotografiaron en motocicletas Harley Davidson y en aeroplanos pintados en telones y, más allá del teatro de títeres, donde tres músicos tocaban Cara sucia, vieron un quiosco de bloques de piedra gris, en papier mache, que por la forma y por las dos efinges, a los lados de la puerta, recordaba una tumba egipcia.
Es acádijo Salcedo y señaló el quiosco.
En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la derecha, en letras más chicas: de M. Cánter. Un instante después un viejito de mal color se les acercó para preguntar si querían entradas. Arribillaga pidió seis.
¿Cuánto tiempo va a estar cada uno adentro?preguntó Arturo.
Menos de un cuarto de hora. Más de diez minutoscontestó el viejo.
Bastan cinco entradas. Si me alcanza el tiempo compro la mía.
¿Usted es Cánter?preguntó Amenábar.
Sídijo el viejo. No, por desgracia, de los Cánter de La Sin Bombo, sino de unos más pobres, que vinieron de Alemania. Tengo que ganarme la vida vendiendo entradas para este quiosco. ¡Seis, mejor dicho cinco, miserables entradas, a cincuenta centavos cada una!
¿Ahora no hay nadie adentro?preguntó Dillon.
No.
Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le tomaron miedo a su Nóumeno.
No veo por quéreplicó el viejo.
Por lo que salió en los diarios.
El señor cree en la letra de molde. Si le dicen que alguien entró en este quiosco de lo más campante y salió con la cabeza perdida, ¿lo cree? ¿No se le ocurre que detrás de toda persona hay una vida que usted no conoce y tal vez motivos más apremiantes que mi Nóumeno, para tomar cualquier determinación?
Arturo preguntó:
¿Cómo se le ocurrió el nombre?
A mí no se me ocurrió. Lo puso un periodista, por error. En realidad, el Nóumeno es lo que descubre cada persona que entra. Y, a propósito: ¡Adelante, señores, pasen! Por cincuenta centavos conocerán el último adelanto del progreso. Tal vez no tengan otra oportunidad.
Deséenme buena suertedijo Carlota.
Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la recordaría en esa puerta, como en una estampa enmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, la boca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedo preguntó a Cánter:
¿Por qué dice que tal vez no haya otra oportunidad?
Algo hay que decir para animar al público explicó el viejo, con una sonrisa y una momentánea efusión de buen color, que le dio aire de resucitado. Además, la clausura municipal está siempre sobre nuestras cabezas.
¿Cabezas? preguntó Arturo. ¿Las suyas o las de todos?
Las de todos los que recibimos la visita de señores que viven de las amenazas de clausura. Los señores inspectores municipales.
Una verguenzadijo Salcedo, gravemente.
Hay que comerdijo el viejo.
Después de Cara Sucia, los de al lado tocaron Mi noche triste. Arturo pensó que por culpa de ese tango, que siempre lo acongojaba un poco, estaba nervioso porque la chica no salía del Nóumeno. Por fin salió y, como todos la miraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa:
Muy bien. Impresionante.
Arturo pensó "Le brillan los ojos".
Acá voy yoexclamó Salcedo y, antes de entrar, se volvió y murmuró:No se vayan.
Felice mortegritó Arribillaga.
Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz baja:
Vos no entres.
Antes que pudiera preguntar por qué, ella se trabó en una conversación con Amenábar. El tono en que había dicho esas tres palabras le recordó tiempos mejores.
En el teatro de títeres tocaban otro tango. Cuando Salcedo salió del Nóumeno, entró Amenábar. Arribillaga preguntó:
¿Qué tal?
Nada extraordinariocontestó Salcedo.
Explicame un poco dijo Dillon. Ahí adentro ¿consigo un dato para el domingo?
Creo que no.
Entonces no me interesa. Casi me alegro.
Yo, en cambio, me alegro de haber entrado. Hay una especie de máquina registradora, pero de pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se compone de una silla y de un lienzo que sirve de pantalla.
Te olvidás del proyectordijo Carlota.
No lo vi.
Yo tampoco, pero el agujero está detrás de tu cabeza, como en cualquier sala, y al levantar los ojos ves el haz de luz en la oscuridad.
La película me pareció extraordinaria. Yo sentí que el héroe pasaba por situaciones idénticas a las mías.
¿Concluyó bien?preguntó Carlota.
Por suerte, sídijo Salcedo. ¿Y la tuya?
Depende. Según interpretes.
Salcedo iba a preguntar algo, pero Carlota se acercó a Amenábar, que salía del quiosco, y le preguntó cuál era su veredicto.
Yo ni para el Nóumeno tengo veredictos. Es un juego, un simulacro ingenioso. Una novedad bastante vieja: la máquina de pensar de Raimundo Lulio, puesta al día. Casi puedo asegurar que mientras uno se limite a las teclas correspondientes a su carácter, la respuesta es favorable; pero si te da por apretar la totalidad de las teclas correspondientes a las virtudes, la inmediata respuesta es Hipócrita, Ególatra, Mentiroso, en tres redondelitos de luz colorada.
¿Hiciste la prueba?preguntó Carlota.
Riendo, Amenábar contestó que sí y agregó:
¿Te parece poco serio? A mí me pareció poco serio el biógrafo. Qué cinta. Como si nos tomaran por sonsos.
Después de mirar el reloj Arturo dijo:
Yo me voy.
¿No me digas que te asusta el Nóumeno? preguntó Dillon.
La verdad que esa puerta alta y angosta le da aspecto de tumbadijo Salcedo.
Carlota explicó:
Tiene que tomar el tren de las cinco.
Y antes pasar por casa, a recoger la valija agregó Arturo.
Le sobra el tiempodijo Salcedo.
Quién sabe dijo Amenábar. Con la huelga no andan los tranvías y casi no he visto automóviles de alquiler ni coches de plaza.
Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonés le trajo a la memoria un álbum de fotografías de Buenos Aires, con las calles desiertas. Para que esas pruebas documentales no contrariaran su convicción patriótica de que en las calles de nuestra ciudad había mucho movimiento, pensó que las fotografías debieron de tomarse en las primeras horas de la mañana. Lo malo es que ahora no era la mañana temprano, sino la tarde.
No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se veían coches particulares. ¿lba a largarse a pie, a Constitución? Una caminata, para él heroica, no desprovista de la posibilidad de llegar después de la salida del tren. "¿Dónde está ese ánimo? ¿Por qué pensar lo peor?", se dijo. "Con un poco de suerte encontraré algo que me lleve a Constitución." Hasta Cerrito, bordeó el paredón del Central Argentino, volviendo todo el tiempo la cabeza, para ver si aparecía un coche de plaza o un automóvil de alquiler. "A este paso, antes que las piernas se me cansa el pescuezo." Dobló por Cerrito a la derecha, subió la barranca, siguió rumbo al barrio sur. "Desde el Bajo y Callao a Constitución habrá alrededor de cuarenta cuadras", calculó. "Más vale dejar la valija." Lo malo era que de paso dejaría La ciudad y las sierras, que estaba leyendo. Para recoger la valija, tendría seis cuadras hasta su casa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con la carga a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito y todas las que faltaban hasta Constitución. "Otra idea", se dijo, "sería irme ahora mismo a casa, recostarme a leer La ciudad y las sierras frente al ventilador y postergar el viaje para mañana; pero, con la huelga, quién me asegura que mañana corran los trenes. No hay que aflojar aunque vengan degollando". Nadie venía degollando, pero la ciudad estaba rara, por lo vacía, y aún le pareció amenazadora, como si la viera en un mal sueño. "Uno imagina disparates, por la cantidad de rumores que oye sobre desmanes de los huelguistas." A la altura de Rivadavia, pasó un taxímetro Hispano Suiza. Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar de su llamado. "A lo mejor el chófer está orgulloso del auto y no levanta a nadie."
Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo, pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre preguntó:
¿Por suerte anda buscando que lo maten?
Que me lleven.
No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casita, cuanto antes.
¿Dónde vive?
Pasando Constitución.
No tiene que desandar camino. Voy a Constitución.
¿A Constitución? Ni loco. La están atacando.
Me deja donde pueda.
Resignado, el cochero pidió:
Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante, ¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes apoya la huelga.
Usted no es chofer, que yo sepa.
Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera.
Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó:
Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto?
Usted dirá.
Que se viaja más cómodo en coche que a pie.
El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a contárselo a la patrona. Observó amistosamente:
La ciudad está vacía, pero tranquila.
Una tranquilidad que mete miedoaseguró Arturo.
Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas.
Armas largasdictaminó el cochero.
¿Dónde?preguntó Arturo.
Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso.
En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo:
¿Cuánto le debo? Bajo acá.
Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos?Sin esperar respuesta, concluyó el cochero:Nada, entonces.
Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda. Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó:
¿Dónde va?
A tomar el trencontestó.
¿Qué tren?
El de las cinco, a Bahía Blanca.
No creo que salgadijo el vigilante.
"Con tal que atiendan en la boletería", se dijo Arturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron:
El último tren que corre.
En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo. Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si estaban lejos.
Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el de la panadería La Fama, reputada por la galleta de hojaldre, la mejor de todo el cuartel séptimo del partido de Las Flores. Arturo preguntó:
¿Llegamos a eso de las ocho y media?
Siempre y cuando no paren el tren en Talleres y nos obliguen a bajar.
¿Vos creés?
La cosa va en serio, Arturito, y en Talleres hay muchos trabajadores. Nos mandan a una vía muerta, si quieren.
No sé. Los trabajadores están cansados.
Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo:
Tengo sed.
Vayamos al vagón comedor.
Ha de estar cerrado.
Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un Pernod Arruti, que explicó:
Lo que tomábamos con tu abuelo, cuando iba a la estancia, a jugar a la baraja.
Eso fue en los último años de mi abuelo.
Antes lo acompañabas a cazar.
De nuevo hablaron de la huelga. Con algún asombro, Arturo creyó descubrir que Arruti no la condenaba y le preguntó:
¿No estás en contra de la huelga porque pensás que de una revolución va a salir un gobierno mejor que el de ahora?
No estoy loco, chereplicó Arruti. Todos los gobiernos son malos, pero a un mal gobierno de enemigos prefiero un mal gobierno de amigos.
¿El que tenemos es de enemigos?
Digamos que es de tu gente, no de la mía.
No sabía que vos y yo fuéramos enemigos.
No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú ni yo estamos en política. Una gran cosa.
Sin embargo, apostaría que tomamos las ideas más a pecho que los políticos.
Esa gente no cree en nada. Sólo piensan en abrirse paso y mandar.
Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta conversación. Recordó, entonces, lo que había pasado. Se dijo: "Debo sobreponerme", pero tuvo sentimientos que tal vez correspondieran a una frase como: "¿Para qué vivir si después no puedo comentar las cosas con Carlota?".
Arruti, que era un vasco diserto, habló de su infancia en los Pirineos, de su llegada al país, de sus primeras noches en Pardo, cuando se preguntaba si el rumor que oía era del viento o de un malón de indios.
A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es que el viaje se hizo corto. A las ocho y media bajaron en la estación Pardo.
Seguro que Basilio vino con el break dijo. ¿Te llevo?
No, hombrecontestó Arruti. Vivo demasiado cerca. Eso sí: una tarde caigo de visita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte más de lo que tienes pensado.
Basilio, el capataz, los recibió en el andén. Preguntó:
¿Qué tal viaje tuvieron?y agregó después de agacharse un poco y llevar la mirada a una y otra mano de Arturo: ¿No olvidaste nada, Arturito?
Nada.
¿Qué debía traer?preguntó Arruti.
Siempre viene con valijas cargadas de libros. Hay que ver lo que pesan.
Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó:
¿Cómo andan por acá?
Bien. Esperando el agua.
¿Mucha seca?
Se acaba el campo, si no llueve.
Emprendieron el largo trayecto en el break. Hubo conversación, por momentos, y también silencios prolongados. Todavía no era noche. Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo del zaino, la redondez del anca, el tranquilo vaivén de las patas, y pensaba: "Para vida agitada, el campo. Uno se desvive porque llueva o no llueva, o porque pase la mortandad de los terneros... Lo que es yo, no voy a permitir que me contagien la angustia". Iba a agregar "por lo menos hasta mañana a la mañana", cuando se acordó de la otra angustia y se dijo: "Qué estúpido. Todavía tengo ganas de hacerme el gracioso".
Llegaron a la estancia por la calle de eucaliptos. Era noche cerrada. La casera le tendió una mano blanda y dijo:
Bien ¿y usted? ¿Paseando?
En el patio había olor a jazmines; en la cocina y el cuartito de la caldera, olor a leña quemada; en el comedor, olor a la madera del piso, del zócalo, de los muebles.
Poco después de la comida, Arturo se acostó. Pensaba que lo mejor era aprovechar el cansancio para dormirse cuanto antes. Un silencio, apenas interrumpido por algún mugido lejano, lo llevó al sueño.
Vio en la oscuridad un telón blanco. De pronto, el telón se rajó con ruido de papel y en la grieta aparecieron, primero, los brazos extendidos y después la querida cara de Carlota, aterrada y tristísima, que le gritaba su nombre en diminutivo. Repetidamente se dijo: "No es más que un sueño. Carlota no me pide socorro. Qué absurdo y presuntuoso de mi parte pensar que está triste. Ha de estar muy feliz con el otro. Al fin y al cabo este sueño no es más que una invención mía". Pasó el resto de la noche en cavilaciones acerca del grito y de la aparición de Carlota. A la mañana, lo despertó la campanilla del teléfono.
Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó la voz de Mariana, la señorita de la red local de teléfonos, que le decía:
Señor Arturo, me informan de la oficina de la Unión Telefónica de Las Flores que lo llaman de Buenos Aires. Se oye mal y la comunicación todo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada?
Pásela, por favor.
Oyó apenas:
Un rato después de salir del Parque Japonés... Imagino cómo te caerá la noticia... Encontraron el cuerpo en la gruta de las barrancas de la Recoleta.
¿El cuerpo de quién? gritó Arturo. ¿Quién habla?
No era fácil de oír y menos de reconocer la voz entrecortada por interrupciones, que llegaba de muy lejos, a través de alambres que parecían vibrar en un vendaval. Oyó nuevamente:
Después de salir del Parque Japonés.
El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni Arribillaga. ¿Salcedo? Por eliminación quizá pareciera el más probable, pero por la voz no lo reconocía. Antes que se cortara la comunicación, oyó con relativa claridad:
Se pegó un balazo.
La señorita Mariana, de la red local, apareció después de un largo silencio, para decir que la comunicación se cortó porque los operarios de la Unión Telefónica se plegaron a la huelga. Arturo preguntó:
¿No sabe hasta cuándo?
Por tiempo indeterminado.
¿No sabe de qué número llamaron?
No, señor. A veces nos llega la comunicación mejor que a los abonados. Hoy, no.
Después de un rato de perplejidad, casi de anonadamiento, por la noticia y por la imposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturo exclamó en un murmullo: "No puede ser Carlota". La exclamación velaba una pregunta, que formuló con miedo. El resultado fue favorable, porque la frase en definitiva expresaba una conclusión lógica. Carlota no podía suicidarse, porque era una muchacha fuerte, consciente de tener la vida por delante y resuelta a no desperdiciarla Si todavía quedaba en el ánimo de Arturo algún temor, provenía del sueño en que vio la cara de Carlota y oyó ese grito que pedía socorro. "Los sueños son convincentes", se dijo, "pero no voy a permitir que la superstición prevalezca sobre la cordura. Es claro que la cordura no es fácil cuando hubo una desgracia y uno está solo y mal informado". De pronto le vinieron a la memoria ciertas palabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque Japonés. Tal vez debió replicarle que el suicida es un individuo más impaciente que filosófico: a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Recapacitó: "Sin embargo fui atinado en no insistir, en no dar pie para que Dillon dijera de nuevo que pegarse un tiro era la mejor solución. No creo que lo haya hecho... Si me atengo a lo que dijo en broma, o en serio, podría pegarse un tiro después de perder en el hipódromo. Ayer no fue al hipódromo, porque no era domingo". En tono de intencionada despreocupación agregó: "¿Qué carrerista va a matarse en vísperas de carreras?"
¿Quiénes quedaban? " ¿Amenábar? No veo por qué iba a hacerlo. Para suicidarse hay que estar en la rueda de la vida, como dicen en Oriente. En la carrera de los afanes. O haber estado y sentir desilusión y amargura. Si no se dejó atrapar nunca por el juego de ilusiones ¿por qué tendría ahora ese arranque?" En cuanto a Carlota, la única falta de coherencia que le conocía era Salcedo. Algo que lo concernía tan íntimamente quizá lo descalificara para juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentida hasta el punto de suicidarse, caería en la clásica, y sin duda errónea, suposición de todo amante abandonado. Pensó después en Arribillaga y en sus ambiciones, acaso incompatibles: un perfecto caballero y un popular caudillo político. Por cierto, el más frecuente modelo de perfecto caballero es un aspirante a matón siempre listo a dar estocadas al primero que ponga en duda su buen nombre y también dispuesto a defender, sin el menor escrúpulo, sus intereses. Es claro que el pobre Arribillaga quería ser un caballero auténtico y un político merecidamente venerado por el pueblo y tal vez ahora mismo jugara con la idea de empuñar el volante de su Pierce Arrow y darse una vuelta por la fábrica de Vasena y arengar a los obreros huelguistas. ¿Y Perucho Salcedo? "Supongamos que no fue el que llamó por teléfono: ¿tenía alguna razón para suicidarse? ¿Un flanco débil? ¿La deslealtad con un amigo? Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio? Además ¿cómo opinar sin saber cuál fue la participación de la mujer en el episodio?" Se dijo: "Mejor no saberlo".
A lo largo del día, de la noche y de los tres días más que pasó en el campo, Arturo muchas veces reflexionó sobre las razones que pudo tener cada uno de los amigos, para matarse. En algún momento se abandonó a esperanzas no del todo justificadas. Se dijo que tal vez fuera más fácil encontrar un malentendido en la comunicación telefónica del viernes, que una razón para matarse en cualquiera de ellos. Sin duda la comunicación fue confusa, pero el sentido de algunas frases era evidente y no dejaba muchas esperanzas: "Imagino cómo te caerá la noticia", "encontraron el cuerpo en la gruta de la Recoleta", "se pegó un balazo". También se dijo que llevado por una impaciencia estúpida emprendió esa investigación y que más valía no seguirla. Quizá fuera menos desdichado mientras no identificara al muerto.
En la última noche, en un sueño, vio un salón ovalado, con cinco puertas, que tenían arriba una inscripción en letras góticas. Las puertas eran de madera rubia, labrada, y todo resplandecía a la luz de muchas lámparas. Porque era miope debió acercarse para leer, sobre cada puerta, el nombre de uno de sus amigos. La puerta que se abriera correspondería al que se había matado. Con mucho temor apoyó el picaporte de la primera, que no cedió, y después repitió el intento con las demás. Se dijo: "Con todas las demás", pero estaba demasiado confuso como para saberlo claramente. En realidad no deseaba encontrar la puerta que cediera.
A la mañana le dijeron que se había levantado la huelga y que los trenes corrían. Viajó en el de las doce y diez.
Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren, salía de Constitución, tomaba un automóvil de alquiler. Aunque nada deseaba tanto como llegar a su casa, dijo al hombre:
A Soler y Aráoz, por favor.
En ese instante había sabido cuál de los amigos era el muerto. La brusca revelación lo aturdió. El chófer trató de entablar conversación: preguntó desde cuándo faltaba de la capital y comentó que, según decían algunos diarios, se había levantado la huelga, lo que estaba por verse. Quizás en voz alta Arturo pensó en el suicida. Murmuró:
Qué tristeza.
No le quedó recuerdo alguno del momento en que bajó del coche y caminó hacia la casa. Recordó, en cambio, que abrió el portón del jardín y que la puerta de adentro estaba abierta y que de pronto se encontró en la penumbra de la sala, donde Carlota y los padres de Amenábar estaban sentados, inmóviles, alrededor de la mesita del té. Al ver a su amiga, Arturo sintió emoción y alivio, como si hubiera temido por ella. Trabajosamente se levantaron la señora y el señor. Hubo saludos; no palmadas ni abrazos. Ya se preguntaba si lo que había imaginado sería falso, cuando Carlota murmuró:
Traté de avisarte, pero no conseguí comunicación.
Creo que me llamó Salcedo. No estoy seguro. Se oía muy mal.
La señora le sirvió una taza de té y le ofreció tostadas y galletitas. Después de un rato anunció Carlota:
Es tarde. Tengo que irme.
Te acompañodijo Arturo.
¿Por qué se van tan pronto?preguntó la señora. Mi hijo no puede tardar.
Cuando salieron, explicó la muchacha:
La madre se niega a creer que el hijo ha muerto. Me parece natural. Es lo que todos sentimos. ¿Por qué no quiso vivir?
Amenábar era el único de nosotros que no se permitía incoherencias.





lunes, 13 de septiembre de 2010

La Carta Robada

Bonsoir.
Hoy traigo un excelente cuento de Edgard Allan Poe. Nada menos que The Purloined Letter. Esta versión corresponde a la traducida por el maestro Don Julio Cortázar.


 La Carta Robada
il sapientiae odiosius acumine nimio
(SENECA)


      Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del nº 33, rue Dunôt, du troisieme, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar pasar a nuestro viejo conocido G.... el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara , pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.

—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha— será mejor examinarlo en la oscuridad.

—He aquí una de sus ideas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era "raro", por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de rarezas".

—Muy cierto —repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.

—¿Y cuál es la dificultad? —preguntó. Espero que no sea otro asesinato.

—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.

—Sencillo y raro —dijo Dupin.

—Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.

—Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto —observó mi amigo.

—¡Qué absurdos dice usted! —repuso el Prefecto, riendo a carcajadas.

—Quizá el misterio es un poco demasiado fácil —dijo Dupin.

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?

—Un poco demasiado evidente.

—Ja, ja! ¡oh, oh! —reía el prefecto, divertido hasta más no poder—. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.

—Veamos, ¿de qué se trata? —Pregunté.

—Pues bien, voy a decírselo —repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón—. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.

—Hable usted ——dije.

—O no hable —dijo Dupin.

—Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.

—¿Cómo se sabe eso? —preguntó Dupin.

—Se deduce claramente —repuso el prefecto— de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.

—Sea un poco más explícito ——dije.

—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.

—Pues sigo sin entender nada —dijo Dupin.

—¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas, y, ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.

—Pero ese dominio —interrumpí— dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría... ?

—El ladrón ——dijo G.— es el ministro D.... que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —una carta, para ser francos— fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se Marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.

—Pues bien —dijo Dupin, dirigiéndose a mí—, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.

—En efecto —dijo el prefecto—, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.

—Para la cual ——dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo— no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.

—Me halaga usted —repuso el Prefecto—, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mí tal opinión.

—Como hace usted notar —dije—, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.

—Muy cierto —convino G...—. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.

—Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones —dije—. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.

—¡Oh naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente.

Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses, no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.

—¿No sería posible —pregunté— que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?.

—Es muy poco probable —dijo Dupin—. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D... , exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.

—¿Que el documento pueda ser exhibido? —pregunté.

—Si lo prefiere, que pueda ser destruido —dijo Dupin.

—Pues bien —convine—, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.

—Por supuesto —dijo el prefecto—. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.

—Pudo usted ahorrarse esa molestia —dijo Dupin—. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.

—No es completamente loco —dijo G...,— pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.

—Cierto —dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar—. aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.

—Por qué no nos da detalles de su requisición? —pregunté.

—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado.

Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.

Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.

—¿Por qué?

—Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.

—Pero, ¿no puede locaIizarse la cavidad por el sonido? —pregunté.

—De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón.

Además, en este caso, estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.

—Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una Silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?

—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.

—Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.

—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.

—¿Las dos casas adyacentes? —exclamé—. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!

—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.

—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?

—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.

—¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?

—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no solo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Sí se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.

—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?

—Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.

—¿Y el papel de las paredes?

—Lo mismo.

—¿Miraron en los sótanos?

—Miramos.

—Pues entonces —declaré— se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.

—Me temo que tenga razón —dijo el prefecto—. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?

—Revisar de nuevo completamente la casa.

—¡Pero es inútil! —replicó G...—. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.

—No tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin—. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.

—¡Oh, sí!

Luego de extraer una libreta, el perfecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:

—Veamos, G... ¿qué pasó con la carta robada?. Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.

—¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.

—¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? —preguntó Dupin.

—Pues... la verdad a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres veces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.

—Pues... la verdad... —dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo—, me parece a mí, G.... que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse... ¿No cree que... aún podría hacer algo más, ¿eh?

—¿Cómo? ¿En qué sentido?

—Pues... puf... podría usted. .. puf, puf... pedir consejo en ese asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?

—No. ¡Al diablo con Abernethy!

—De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Erase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como sí se tratara del de otra persona. "Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales —dijo—. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?" "Lo que yo le aconsejaría —repuso Abernethy— es que consultara a un médico."

—¡Vamos! —exclamó el prefecto, bastante desconcertado—. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.

—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Este lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.

—La policía parisiense es sumamente hábil a su manera —dijo—. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D.., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.

—¿Hasta donde podía alcanzar? —repetí.

—Sí —dijo Dupin—, Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta, hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.

Me eche a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.

—Las medidas —continuó— eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión.. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de "par e impar" atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro. "¿Par o impar?" Si éste adivina correctamente, gana una bolita, si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios.. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: "¿Par o impar?" Nuestro colegial responde: "Impar", y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo "El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar." Lo dice, y gana. Ahora bien, —si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: "Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares." Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman "afortunado", en ¿qué consiste si se la analiza con cuidado?

—Consiste —repuse—, en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.

—Exactamente —dijo Dupin—. Cuando pregunté al muchacho de qué, manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: "Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta que pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara." Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Campanella.

—Si comprendo bien —dije— la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.

—Depende de ello para sus resultados prácticos —replicó Dupin—, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal —o, mejor dicho, por no medir— el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquel los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones, a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿Qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero —o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnífica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.

—Pero se trata realmente del poeta? —pregunté—. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.

—Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.

—Me sorprenden esas opiniones, —dije—,que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.

—Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort— que toute idée publique, toute convention reque est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término "análisis" en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que "análisis" abarca "álgebra", tanto como en latín ambitus implica "ambición"; religio, ."religión", u homines honesti, la clase de las gentes honorables.

—Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.

—Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de una forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, "aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes". Pero para los algebristas, que son realmente paganos, las "fábulas paganas" constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: Jamás he encontrado un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2 +px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2 + px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.

—Lo que busco indicar —agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones— es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. ¡Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrirsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos los microscopios del prefecto.

Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

—Me acuerdo muy bien —respondí—. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.

—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto, para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallara en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿ Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?

—Jamás se me ocurrió pensarlo —dije.

"Hay un juego de adivinación —continuó Dupin— que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide a otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, en río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a la otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

"Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D.... en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

"Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

"Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huesped.

"Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.

"Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.

"Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D.... y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento; todo ello, digo, sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.

"Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.

"A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... —corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.

"La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí."

—¿Pero que intención tenía usted —pregunté— al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?

—D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje —repuso Dupin—. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía —o, por lo menos, compasión— hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquella a quien el prefecto llama "cierta persona", se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.

—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?

—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

... Un dessein si funeste,

S'iI n'est digne d'Atrée, est digne de Thyesle.

Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.


Bonne nuit!