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domingo, 10 de junio de 2012

Elogio de la Bicicleta

Bona nit! ¡Cuánto tiempo sin publicar! Y aquí estamos con un fragmento de “Salven nuestras almas” de Samuel Schkolnik. Hoy un pequeño elogio a lo imprescindible de mi cotoneidad...¡las Bicicletas! sí, con mayúsculas. No es para menos.  Bueno menos palabrerío y más palabras:



En la penumbra del zaguán duerme su liviano sueño la bicicleta. No hay condición más modesta
que la suya: antecesora del avión, prima del automóvil, hermana de la motocicleta, se distingue
empero de sus rumbosos parientes en que no promete sino lo que es capaz de dar. Obra de artificio,
y sin embargo veraz, nada en ella anuncia una velocidad de vértigo ni una eliminación completa del
esfuerzo humano: basta con atender por un momento a su escueta arquitectura, para saber que nos
transportará de un lugar a otro siempre y cuando nos repartamos con ella ese trabajo.
Aceptada la declaración de humildad que su presencia conlleva, se nos revela no obstante que
ese rígido esqueleto, ese manubrio, ese par de ruedas, lejos de reducirse a una materialidad yacente,
configuran una materia dispuesta al júbilo del movimiento, como si su apariencia de quieta cosa
hubiese cifrado una invitación a la marcha, que nuestros torpes hábitos, hechos a ruidosos
mecanismos de arranque, no sabían percibir.
Seamos sensibles a esa recatada señal; que nuestra capacidad de responder no se limite al
público ofrecimiento recibido en la trajinada calle, sino que se ahonde hasta hacernos alcanzables
también por el gesto sutil que se nos destina en un recogido zaguán. Montemos, en fin, la bicicleta,
démonos a la levedad de su andadura, echemos a rodar en el fino encordado de sus ruedas el
sosegado compás de los pedales por el que se obtiene el equilibrio, y nos será dado conocer con
maravilla su corazón de ave pedestre, su sabia manera de acceder a la gracia sin desacatar la
gravedad: sólo dos puntos de contacto con el suelo mientras lo demás de su estructura se yergue
vertical, avanza, corta el aire y suscita el cabrilleo de la luz en sus metales.
Acaso para dar más fuerza a un sentimiento de levitación como el que ahora nos aligera el
alma, fue que los hermanos Wright, en su negra bicicletería, imaginaron las alas y el motor que
permitieran despegarse por completo de la tierra. Desdichada invención, por cierto, de cuya
desmesura tan dolorosamente se sabe en Nagasaki y en Guernica, y que, en vez de acortar las
distancias, acaba por lisa y llanamente suprimirlas. (Suprimidas las distancias, ¿qué resta de la
impresión de lejanía en que nace toda voluntad de traslación? ¿Qué viaje puede de veras serlo si su
destino es un trivial aeropuerto? ¿Quién es capaz de imaginar, en semejante escenario, no ya a un
mero James Bond, sino a Marco Polo?)
Más hubiera valido perseverar en la dos veces rotunda bicicleta que no en esos ingenios de
incertidumbre, porque el verdadero progreso no advenía en la imperial locomotora, ni en el
automóvil aspaventero, ni en el zarandeado tranvía, sino en una máquina simple como la que en esta
clara mañana nos transporta, feliz conjugación del triángulo y el círculo, capaz de moverse --como
los cielos de Pitágoras-- con armonía silenciosa, y de enseñarnos, por pura operación de su figura,
cuál es la forma de las entidades perfectas.
Pero ya una vez quisieron los dioses encerrar la esperanza en caja de calamidades; ¿qué tiene de
extraño que a la grácil bicicleta, pobre de solemnidad y rica de regocijo, la cercaran de torres ferruginosas
y chimeneas de melancolía? Dejemos que esas desgracias echen a volar y quedémonos con
este manso artefacto, democrática montura que sin tener humos --nunca tan atinadamente dicho--
sabe conducirnos a cualquier parte, recordándonos una y otra vez que el hombre es la medida de
todas las cosas: de las que son, en tanto que son, y de las que no son, en tanto que no son.
No echemos en saco roto su filosófica lección, y devolvámosla con gratitud al íntimo zaguán de su
paciencia.


Samuel Schkolnik