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lunes, 25 de octubre de 2010

Escuchar a Mozart

Bonsoir! cuánto tiempo ha pasado desde mi último paso por estos lares.  Decidí lanzar una "mini maratón" de don Mario Benedetti. El pasado 14 de septiembre hubiera cumplido 90 años. En esta primera edición os traigo una genialidad.

Escuchar a Mozart
Pensar, capitán Montes, que hubieras podido
seguir durmiendo tu siesta. En realidad, estás
cansado. Hay que reconocer que la faena de
ayer fue dura, con esos doce presos que llegaron
juntos, ya bastante maltrechos, y ustedes
tuvieron que arruinarlos un poquito más. Eso
siempre te deja un malestar, sobre todo cuando
no se consigue que suelten nada, ni siquiera el
número de zapatos o el talle de la camisa. Las
pocas veces en que alguien habla, pensando
(pobre ingenuo) que eso signifique al final del infierno,
entonces el trabajo sucio te deja por lo
menos una satisfacción mínima. Después de todo,
te enseñaron que el fin justifica los medios,
pero tú ya no te acuerdas de cuál es el fin. Tu
especialidad siempre fueron los medios, y éstos
deben ser contundentes, implacables, eficaces.
Te metieron en el marote que estos muchachitos
tan frescos, tan sanos, tan decididos (tú
agregarías: y tan fanáticos), eran tus enemigos,
pero a esta altura ya ni siquiera estás demasiado
seguro de quiénes son tus amigos. Por lo
menos sabes a ciencia cierta que el coronel
Ochoa no es tu amigo. El coronel, que jamás se
mancha el meñique con ningún trabajo que
apeste, te considera un débil, y te lo ha dicho
delante del teniente Vélez y del mayor Falero.
Tú no siempre alcanzarás a comprender cómo
Falero y Vélez pueden efectuar tan calmosamente
un interrogatorio tras otro, sin perder nada
de su compostura, sin que se les afloje un
botón ni se les desacomode el peinado, negro y
engominado en Falero, ondeado y pelirrojo en
Vélez. La siesta te deja siempre de mal humor.
Pero hoy estás especialmente malhumorado.
Quizá porque Amanda te sugirió anoche, tímidamente,
después de haber hecho el amor con
una tensión inevitable y frustránea, “si no sería
mejor que”, y tú estallaste, casi rugiste de indignación
y despecho, acaso porque también pensabas
lo mismo, pero a quién se le ocurría ahora
pedir el retiro, algo que siempre despierta fastidiosas
sospechas y aprensiones. Y además,
en “época de guerra interna”, el pretexto tendría
que ser tremendo, nunca menos que cáncer,
desprendimiento de retina o cirrosis. Pero lo lamentable
es que Amanda lo haya pensado,
simplemente pensado. “Pienso en Jorgito y me
da pánico”. ¿Y qué se cree? ¿Que tú vislumbras
un porvenir espléndido? Y eso que ella no sabe
los pormenores de cada jornada. No sabe cómo
te sentiste cuando a la muchacha que cayó en
La Teja hubo que irle sacando los dientes uno
por uno, con paciencia y con celo. O cuando tuviste
conciencia de que, al cabo de una sola sesión
de trabajo, aquel obrerito mofletudo había
quedado listo para que le amputaran un testíc ulo.
Ella no sabe nada. Incluso a veces te comenta
si será cierto lo que dicen las malas y peores
lenguas: que en el cuartel tal y en el regimiento
tal, arrancan confesiones mediante espantosos
procedimientos. Y es increíble que te diga: “Ojalá
nunca te ordenen hacer algo así. Porque, claro,
tendrías que negarte, y vaya a saber qué te
sucedería”. Y tú tranquilizándola como de costumbre,
sin poderle confesar que cuando te lo
ordenaron la primera vez ni siquiera esbozaste
una tímida negativa, porque no le podías dar al
coronel Ochoa ese pretexto en bandeja. Fue en
esa amarga jornada cuando te jugaste tu carrera
y decidiste no perder, y aunque de noche estuviste
vomitando durante horas, y Amanda, al
despertarse con el fragor de tus arcadas, te preguntó
qué te pasaba y tú te inventaste lo del lechón
que te había sentado mal, la cosa no terminó
ahí y durante muchas noches soñaste con
aquel muchacho que, cada vez que comenzaba
el castigo, abría la boca sin emitir sonido alguno
y apretaba los ojos y ponía el pescuezo duro
como una viga. Ahora piensas, claro, para qué
darle más vueltas. Una vez que te decidiste,
adiós. De todas maneras, tú crees que tienes
motivos morales para hacer lo que haces. Pero
el problema es que ya casi no te acuerdas del
motivo moral, sino pura y exclusivamente de
una boca que sangra o un cuerpo que se dobla.
De modo que aparentemente es bastante lógico
que conectes el tocadiscos y coloques en el plato
una cualquiera de las sinfonías de Mózart.
Hace poco, la música te limpiaba, te equilibraba,
te depuraba, te ajustaba. Ahora mismo, en esa
ascensión espiritual, en este brío juguetón, te
alejas de las imágenes sombrías, del patio del
cuartel, de los gritos desgarradores, de tu propia
vergüenza. Los violines trabajan como galeotes,
las violas acompañan como hembras fidelísimas,
el corno interroga sin demasiada convicción.
Pero no importa. Tú también a veces interrogas
sin convicción, y si aplicas la picana es
precisamente por eso, porque tú evoques la patria
o lo putees. Mózart te gusta desde que ibas
con Amanda a los conciertos del Sodre, cuando
todavía no había Jorgito ni subversión, y la faena
más irregular de los cuarteles era tomar mate,
y por cierto qué bien lo cebaba el soldado
Martínez. Mózart te gusta, no desde siempre,
sino desde que Amanda te enseñó a gustarlo. Y
fíjate qué curioso, ahora Amanda no tiene ganas
de escuchar música, ninguna música, ni Mózart
ni un carajo, sencillamente porque tiene miedo y
teme atentados y vela por Jorgito, y claro a Mózart
no se le puede escuchar con miedo sino
con espíritu libre y la conciencia tranquila. O
sea, que mejor apagas el tocadiscos. Así está
bien. De todas maneras, los violines, ¿viste?,
quedan sonando como un prodigio que se deteriora
lentamente, tal como a veces quedan sonando
en el cuartel los alaridos de dolor cuando
ya nadie los profiere. Estás solo en la casa. Linda
casa. Amanda fue a ver a su madre, vieja
podrida y metete, apuntas. Y Jorgito no volvió
aún del Neptuno. Hijito lindo, apuntas. Estás solo,
y por el ventanal del living entra la soleada
imagen del jardín. Ochoa estará ahora con Vélez
y Falero. El coronel les da confianza nada
más que para conseguir aliados contra ti. Porque
te odia, claro. Nadie lo pone en duda. Puede
ser que tú odies a los presos, nada más que
por ellos son el pretexto de odio de Ochoa. Rebuscado,
¿no? Haces méritos y sin embargo
comprendes que es inútil. Por fuerte o desalmado
que seas, o parezcas, demasiado sabes que
Ochoa nunca te perdonará. Porque fuiste tú el
que una noche, entre interrogatorio e interrogatorio,
le preguntó si era cierto que su hija “había
pasado a la clandestinidad”. Se lo preguntaste
con cautela, y también con un amago de solidaridad,
ya que, pese a tus encontronazos con el
tipo, después de todo tienes bien arraigado el
“espíritu de cuerpo”. Nunca vas a olvidarte de la
mirada resentida que te dedicó, porque claro,
era cierto, aquella esplendorosa piba, Aurora
Ochoa, alias Zulema, había pasado a la clandestinidad
y era requerida en los comunicados
de las ocho, y el coronel había encontrado una
frase exorcista a la que se aferraba con unción:
“No me mencionen a esa degenerada; ya no es
mi hija”. Sin embargo, a ti no te a dijo, y eso fue
acaso lo más grave. Simplemente te taladró con
la mirada, y ordenó: “Capitán Montes, retírese”.
Y tú, después del saludo ritual, te retiraste. No
se lo habías preguntado con mala leche, sobre
todo porque te hacías cargo de lo que representaba
para Ochoa el hecho (escalofriante para
cualquier oficial) de que la subversión se hubiera
colado en su propio hogar. Pero te borraste, y
a partir de esta reculada comprendiste que
mientras Ochoa estuviera al frente de la unidad,
estabas liquidado. Ahora te sirves whisky, por
más que no te gusta empezar tan temprano. pero
no te tortures, torturador; no es posible que
de una sola vez te quedes sin Mózart y sin
whisky. por lo menos el whisky tiene menos exigencias
que Mózart. Al menos, para disfrutar
cada trago, no es imprescindible que tengas la
conciencia tranquila. Más aún, mala conciencia
con dos cubitos de hielo, es una bella combinación,
como bien dice el capitán Cardarelli, de tu
derecha, cuando se concede una tregua a medianoche,
después de administrar una compleja
sesión de picana en paladar, submarino seco y
trompadas en los riñones. ¿Alguna vez pensaste
que habría sido de ti si te hubieras negado?
Claro que lo pensaste. Y tienes datos muy cercanos
y esclarecedores: la brutal sanción al teniente
Ramos y la humillante degradación del
capitán Silva, de tu izquierda. Ellos no se animaron
a hacerse cargo del trabajo mugriento, no se
autorizaron a sí mismos aunque con esa decisión
mandaran su carrera a la mierda. O quizá
fueron simplemente decentes, vete a saber. Decentes
e indisciplinados. Una pregunta por el millón:
¿Hasta dónde te llevará tu sentido de disciplina,
capitán Montes? ¿A ir cancelando tu capacidad
de amor? ¿A convertir tus odios en rutina?
¿Te llevará a cometer más crímenes en
nombre de otros? ¿A rehuir tu imagen en los
espejos? ¿Hasta dónde te llevará tu sentido de
la disciplina, capitancito Montes? ¿A permitir
que tu rutina agreda, hiera, perfore, fracture, viole,
ampute, asfixie, inmole? ¿A lograr que cada
inmolación te deje más reseco, más frío, más
podrido, más inerte? ¿Hasta dónde te llevará tu
sentido de disciplina, capitán, capitancito?
¿Pensaste alguna vez que el sancionado Ramos
y el degradado Silva acaso puedan escuchar
a Mózart, o a Troilo (o a quien se les dé en
los forros), aunque sea en la memoria? Ahora
que por fin ha vuelto Jorgito y se acerca a besarte,
no estaría mal que pensaras en él.
¿Crees que con el tiempo tu hijo te perdonará lo
que ahora ignora? A lo mejor lo quieres. A tu
manera, claro. Pero tu manera también ha cambiado.
Antes eras franco con él. La rígida disciplina
no sólo te había inculcado el rigor, sino algo
que tú llamabas, sin precisión alguna, la verdad,
también para ejercicios, simulacros. Cuando
sorprendías a Jorgito en una insignificante
mentira, descargabas en él tu cólera sagrada.
Tu santís ima trinidad estaba integrada por Dios,
el Comandante en Jefe, y la Verdad. Muchas
veces le pegaste a Jorgito porque se le había
quedado a Amanda con unas míseras vueltas, o
porque decía saber la tabla del siete, y no era
cierto. Hace tanto, y en realidad tan poco, desde
esos arranques. La subversión era todavía
atendida en la órbita meramente policial, y vosotros
seguíais tomando mate en los cuarteles.
Pero esas veces en que el botija recibió sin una
lágrima las primeras trombadas de su vida, fueron,
¿te acuerdas?, inevitablemente seguidas
por las primeras y frustráneas noches en que no
fuiste capaz de seguir escuchando a Mózart. En
una ocasión hasta perdiste la calma, y, ante el
estupor de Amanda, hiciste añicos el concierto
para flauta y orquesta, y como consecuencia de
la rabieta hubo que reparar el Garrard. Pero
hace mucho que te borraste de la verdad. La
santísima trinidad se redujo a una dualidad todavía
infalible: Dios y el Comandante en jefe. Y
no es demasiado aventurado pronosticar desde
ya la unidad final: el Comandante en jefe a secas.
Ahora no le exiges, perentoriamente a Jorgito
que te cuente la verdad estricta, inmaculada,
despojada de adornos y disimulos, quizás
porque jamás te atreverías a decirle la verdad,
la escandalosamente sucia verdad de tu trabajo.
Pensar, capitán Montes, capitancito, que podías
haber seguido durmiendo la siesta, y en ese caso
aún no habrías enfrentado (quizás tendrías
que enfrentarla mañana, aunque nunca se sabe
cómo funcionan en los chicos las claves del olvido)
la pregunta que en este instante formula tu
hijo, sentado frente a ti en la silla negra; “Pa,
¿es cierto que tú torturas” Y tampoco te habrías
visto obligado, como ahora, después de tragar
fuerte, a responder con otra pregunta: “¿Y de
dónde sacaste eso?”, aun sabiendo de antemano
que la respuesta de Jorgito va a ser: “Me lo
dijeron en la escuela”. Y claro, dices, masticando
cada sílaba: “No es cierto. No es cierto como
te lo dijeron. Pero, hijito, tienes que comprender
que estamos luchando con gente muy pero que
muy peligrosa que quiere matar a tu papá, a tu
mamá, y a muchas otras personas que tú quieres.
Y a veces no hay más remedio que asustarlos
un poco, para que confiesen las barbaridades
que preparan”. Pero él insiste: “Está bien,
pero tú... ¿torturas?”. Y de pronto te sientes cercado,
bloqueado, acalambrado. Sólo atinas a
seguir preguntando: “Pero ¿a qué llamas tortura?.
Jorgito está bien informado para sus ocho
años: “¿Cómo a qué? Al submarino, pa. Y a la
picana, y al teléfono”. Por primera vez esas palabras
te taladran, te joden. Sientes que te pones
rojo, y no tienes modo de evitarlo. Rojo de
rabia, rojo de vergüenza. Intentas recomponer
de apuro cierta imagen de serenidad, pero sólo
te sale un balbuceo: “¿Se puede saber cuál de
tus compañeritos te mete esas porquerías en la
cabeza?”. Pero ya lo ves, Jorgito está implacable.
“¿Para qué quieres saberlo? ¿Para hacer
que lo torturen?”. Eso es demasiado para ti. De
pronto adviertes - no sabes exactamente si horrorizado
o estupefacto - que te has vaciado de
amor. Depositas sobre la alfombrilla marrón el
vaso con el resto de whisky, y empiezas a
caminar a pasos lentos y marcados. Jorgito sigue
en la silla negra, con sus ojos verdes cada
vez más inocentes y despiadados. Das un largo
rodeo para situarte detrás del respaldo, acaricias
con ambas manos aquel pescuezo desvalido,
exculpado, con pelusa y lunares, y empiezas
a decirle: “No hay que hacer caso hijito, la a veces
es muy mala, muy mala. ¿Entiendes hijito?”.
Y no bien el pibe dice con cierto esfuerzo: “Pero,
pa”, tú sigues acariciando esa nuca, oprimiendo
suavemente esa garganta, y luego, renunciando
(ahora sí) para siempre a Mózart, aprietas,
aprietas inexorablemente, mientras en la casa
linda y desolada sólo se escucha tu voz sin
temblores: “Entendiste, hijito de puta?”

 Mario Benedetti